Poco se habla del nuevo inquilino del castillo, ese supuesto conde, que solo sale de noche, en su coche de caballos, tirados por esos corceles enormes, hermosos, sí, no digo que no, pero que dan mucho miedo, el pelaje negro azulado, tan brillante, los ojos inyectados en sangre, los colmillos afiladísimos... Y tan veloces como silenciosos ¿no crees que son siniestros, María?- Le preguntó Catalina a su hija pequeña desde el quicio de la puerta del dormitorio. Sostenía una palmatoria encendida en la mano derecha que proyectaba sombras alargadas en la pared. La joven parecía ensimismada y no contestó. Estaba vuelta de espaldas, en la penumbra. Nunca había sido muy habladora, pero la adolescencia había borrado todo resto de candidez. - Buenas noches, mi niña. - Le dijo Catalina a su hija cariñosamente, y cerró la puerta tras de sí. La joven levantó la cabeza hacia la puerta sin decir nada. Un viento helador barrió la estancia y una corriente de aire repentina que p
PARA VOLVER A METERSE EN EL ATAÚD tendría que encogerse bastante, darse prisa y apartar un poco el cuerpo que reposaba inerte sobre la dura superficie de madera. Se oían voces fuera, que callaron al escuchar el cierre de la tapa. -¿Quién anda ahí? Escuchó la voz amortiguada del viejo sacerdote que recorría el pasillo central de la capilla. Podía imaginarle, sorprendido por la oscuridad, porque hasta la pequeña lamparilla del sagrario estaba apagada. Desde dentro del féretro ella escuchaba muy fuerte su propia respiración, aunque cada vez más tenue. Nunca supo que el sepulturero había comentado después en el bar: – Con lo flaco que estaba y cómo pesaba el cabrón… ¿A quién se habrá llevado a la tumba?