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por María Pilar Bastarós              6 de junio de 2019

El color de los domingos
                                          
       ¿De qué color es un domingo?  Me planteo esta pregunta y no puedo darle una respuesta unívoca. Mis domingos son de colores diversos. Es más, un mismo domingo no tiene un solo color. Yo diría que las mañanas de los domingos han sido y son para mí azules, luminosas, relajantes, aunque el cielo esté gris, aunque la lluvia golpee los cristales, aunque el viento ruja y azote los árboles, aunque me apremien ingratos quehaceres.
     Mañana de domingo azul, azul como un cielo despejado, como un mar tranquilo, como unos ojos infantiles. Mañanas de domingo que invitan a demorarse en la cama, a desayunos prolongados , a escuchar tu música preferida, a pasear con calma por la ciudad descubriendo rincones recónditos, a preparar un buen guiso, a esmerarte un poco más en tu aseo…o, simplemente, a no hacer nada más que saborear cada minuto ocioso.
     En cambio los domingos por la tarde son monótonamente marrones, opacos, agobiantes. Marrones como la tierra reseca, como la piel cuarteada, como la fruta podrida. Presagios del comienzo de semana, de las prisas, de las obligaciones, de los horarios…
     —…Y ¿qué tiempo hará allí mañana? Tendré que cogerme el jersey grueso, por si acaso. No sé si me va a caber. Ah, y que no me olvide de llevarme  el túpper con lo que ha sobrado, me vendrá bien porque no me dará tiempo de comprar ni de hacerme nada. No he terminado de corregir, esta noche se me harán las tantas…
     Te esperan tres tediosas horas de autobús, obligada a oír, aunque no quieras, las  irritantes retransmisiones radiofónicas de los partidos de fútbol, a compartir el asiento con un compañero no deseado, a aguantarte las ganas de fumar. Después, una larga caminata hasta tu alojamiento, que encontrarás inhóspito y helado.
    Cierto que esto forma parte de los recuerdos menos agradables del pasado, pero mis sensaciones no han cambiado mucho. Las tardes de los domingos yo las sigo percibiendo marrones (que no marronas). Marcan el final de un tiempo esperanzador, quizá con perspectivas no cumplidas y el comienzo del retorno a la rutina, no siempre gratificante. No sé por qué, pero es en el ocaso de una de esas marrones y melancólicas tardes de domingo cuando se me hace más palpable el implacable paso del tiempo.

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