Ir al contenido principal

El circulo se cierra.


Por Eva Fernández

En las tardes de verano me sentaba en el umbral de la puerta de la casa a esperar su regreso.  Primero oía ladrar a Bruno, en la lejanía, luego escuchaba a las ovejas balar, anunciadoras de que el rebaño pronto asomaría por la cuesta, con el perro alrededor, agrupándolas, y la silueta oscura del pastor, con su gorra calada.  Entonces, bajaba corriendo por la cuesta y les acompañaba a encerrar las ovejas en la paridera. 

Al volver, la subida era empinada, las fachadas aún se vestían de piedra y las calles bullían de niños, balones y bicicletas. 

El pastor, -mi abuelo Claudio- nunca había salido de la provincia, y no concebía otro lugar donde vivir que el pueblo que lo había visto nacer.  Ni siquiera había hecho el servicio militar, al ser descartado en el reconocimiento médico por una infección del oído mal curada que lo dejó sordo.

Hoy, al regresar, los ojos se me empañan con el recuerdo de sus venas azules, ríos que regaban sus manos grandes de árbol.

El cierzo me ha traído también los ecos de la plaza, las campanadas de la iglesia y los bandos del ayuntamiento, anunciados con jotas, aunque los sonidos de mi cabeza tengan como únicos testigos el rumor de la fuente y de los sauces que la custodian.

En este día de invierno gris, el pueblo parece una cáscara vacía, poblado de los fantasmas que vivieron resignados como sus hijos emigraban a la ciudad sin volver la vista atrás.

¿Qué pensarías, abuelo, si me vieras desandar ese camino?  La casa es tan grande como para vivir en ella y alquilar habitaciones.  ¡Y hay planes para reabrir la escuela!

Aparco la furgoneta de la mudanza en la cochera, ensimismado.  Desde un retrato amarillento que preside el comedor, los antiguos moradores de la casa, Claudio y Francisca, me observan con gesto grave. -A ver qué vas a hacer-parecen advertir.
- No os preocupeis, -les contesto- a mis manos de árbol jóven no les asusta el trabajo.
Mis dedos acarician la vieja fotografía.  El círculo se cierra.
            

Comentarios

  1. Me gustó mucho al oírtelo en clase, también la versión que leíste en el Encuentro. Y me ha encantado releerlo en casa con calma.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El collar desaparecido

por Miguel Angel Marín Cuando María abrió la puerta de la mansión aquella noche, desconocía que iba a llevarse el susto de su vida. Enmarcado por la luz de un relámpago, apareció la figura de un hombre altísimo de tez muy blanca y ojos claro, casi transparentes. Mostrándole una placa y con voz de ultratumba, el albino dijo: —      Inspector Negromonte. María lo hizo pasar al salón principal donde ya lo esperaba un nutrido grupo de personas. D. Adolfo, marqués de Enseña, señor de la casa, estaba algo molesto por la reunión a tan intempestivas horas. También estaban Dª. Clara, su mujer, de mediana edad, algo gruesa y con cara de pizpireta; Lucas, el mayordomo, un hombre delgado y de rictus estricto; Esteban, el mozo, jardinero y chófer, un hombre joven y fuerte que no parecía tener muchas luces; D. Augusto, administrador del marqués, un hombrecillo mayor que se veía muy nervioso; El padre Santiago, asesor espiritual del marqués y amigo de la familia; Mar...

Intruso

  PARA VOLVER A METERSE EN EL ATAÚD  tendría que encogerse bastante, darse prisa y apartar un poco el cuerpo que reposaba inerte sobre la dura superficie de madera. Se oían voces fuera, que callaron al escuchar el cierre de la tapa. -¿Quién anda ahí? Escuchó la voz amortiguada del viejo sacerdote que recorría el pasillo central de la capilla. Podía imaginarle, sorprendido por la oscuridad, porque hasta la pequeña lamparilla del sagrario estaba apagada. Desde dentro del féretro ella escuchaba muy fuerte su propia respiración, aunque cada vez más tenue. Nunca supo que el sepulturero había comentado después en el bar: – Con lo flaco que estaba y cómo pesaba el cabrón… ¿A quién se habrá llevado a la tumba?

El naufragio

  Por Eva Fernández La primera vez que lo vio sin gafas sus ojos solo le parecieron preciosos.  Hoy, que lo ha mirado  mejor ha visto que  ¡Sus ojos son dos islas!- Rodean sus pupilas dunas de arena, bañadas por el mar, con olas que rompen en la orilla cuando pestañea.  Por eso no puede dormir hasta que la marea lo mece y lo aquieta. Si se pone nervioso no  concilia el sueño, se desvela del todo, y esconde las islas tras la bruma de los cristales,  hasta que deja de escucharse el sonido del mar. A veces, cuando pasa eso, ella tampoco duerme.  El otro día pensó que, tal vez, si lo acunaba, o si lo abrazaba, se dormirían por fin y de tanto pensar en abrazarlo, le creció un brazo en la cadera; pero un brazo corto, que no servía para mucho, era muy incómodo para dormir de lado, y en realidad le sobraba, solo servía para sostener el café por la mañana o para llamar al ascensor. Ya solo podía llevar vestidos o faldas con bo...