MIL PESETAS
Mauro se alegró cuando la alarma sonó indicando el fin del turno de trabajo. Estaba en la cadena de montaje con al menos otros cien compañeros. Era viernes y salió rápido hacia la ducha pues el
agua caliente se terminaba.
Mientras se secaba y peinaba el pelo, oía las voces de los compañeros gritar eufóricos ante el fin de semana que acababa de empezar. Cada uno tenía una expectativa distinta pero habían cobrado
la nómina y eso animaba. Usó el desodorante barato que tenía en la taquilla pues, si era bueno, se
lo quitaban. También la colonia la compraba por litros y ambos olores, juntos, más que acompa-
ñarle le perseguían. Cogió la bolsa de deporte donde puso su ropa de trabajo de toda la semana y
en un estuche de plástico pequeño escondió los calcetines que tenían vida propia. Sin prisa salió
hacia su casa. Miles de “hasta el lunes” se escuchaban en la despedida de los compañeros. El se
fue solo. Siempre que era día de cobro lo hacía. A todas las invitaciones “te vienes a tomar una
caña” contestaba, hoy no.
Vivía soltero en un pequeño piso de alquiler. No ganaba mucho dinero pero se administraba bien
y ahorraba algo. Por el camino paró en la Cafetería Imperial donde cenaría un bocadillo de tortilla
y una cerveza. Lo hacía muchas noches. Comer, comía en la fábrica que le resultaba más barato.
- Buenas noches Antonia, saludó contento. Ponme un bocadillo y una cerveza.
- ¿De tortilla? Preguntó Antonia. Era la dueña y a sus sesenta años era jovial y agradable. ¿Con
dos huevos? Volvió a decirle.
- Como tu quieras, siempre me tratas bien. Y como te conozco, no contesto a lo de los huevos.
Se sentó Mauro en la mesa que había junto a la ventana. Todavía una taza mostraba el circulo ma-
rrón del café que en ella se sirvió. En una servilleta alguien había dejado un número de teléfono y
la palabra LLAMAME. No hizo caso.
Mientras cenaba, se sentía solo. Hoy lo quería así. Después de tres años, recordaba con rencor el
desengaño amoroso que sufrió. Mantenía una cordial amistad con Nuria a quién casualmente co-
noció en el super. Bueno, desde la perspectiva de hoy, fue ella quién le buscó a él. Salian juntos a
tomar café y pasear. Un día, Nuria le dijo que era madre soltera y vivía feliz con su hijo. Sin haber
profundizado en la relación, le pidió dinero, si podía dejarle, para no se que operación del niño.
Mauro, atraído por la dulzura y simpatía de ella, se lo dejó. Siguieron compartiendo pequeñas co-
sas y la amistad por parte de él se hizo consistente y soñadora.
Pero un día todo se acabó. Nada más supo de Nuria y el engaño arañó poderoso su alma.
Pagó la consumición, acarició con cariño el pelo de Antonia y se fue a su piso. Como cada último
viernes de mes, saldría y se iría a tomar una copa en el club de alterne “Las siete luces”.
Al llegar a su casa comprobó el desorden con el que convivía. Zapatos debajo del sofá, camisas en
el respaldo de las sillas y, sobre todo, el fregadero lleno de vasos y platos, de cucharas y cuchillos.
Sólo fregaba los sábados. Todo estaba sucio y lleno de colores, los que dejaban los restos de las co-
midas y bebidas de la semana. Por lo menos hoy bajará la basura.
Dejó la ropa sucia en la lavadora, se lavó los dientes y se cambió de zapatos. Se peinó bien, se per-
fumó mejor y del sueldo cogió un billete de mil pesetas que puso en el bolsillo trasero de su panta-
lón. En la cartera otros billetes para las copas y el resto del dinero de la nómina lo escondió. Cerró
la puerta y con su moto se dirigió al club.
En “Las siete luces” se olvidaba de todo. Había siete chicas pero él siempre quedaba con Karen.
Si estaba ocupada la esperaba. Seguro que ese no era su nombre verdadero pero le daba igual. La
relación no era de amor ni de futuro, pensaba.
Entre luces brillantes que se encendían y apagaban, Mauro entró en el club y saludó a Paul, el ca-
Marero. Era gay y lo manifestaba orgulloso.
- Buenas noches Mauro, le saludó. Un gin tonic con tres hielos, vaso largo y Karen tardará diez
minutos en estar contigo.
- Gracias Paul. Eres un encanto. ¿Cómo estás?.
- Muy bien, contestó. A ver cuando quedamos tú y yo.
Mauro sonrió. Muchas veces se preguntaba que hacía allí. Nunca quiso contestarse a si mismo. Mientras esperaba miraba a su alrededor. Sudorosos clientes gesticulaban excitados ante apretados
pechos y escotes generosos. Seguro que algún padre de familia desahogaba sus fobias con gin tonic
baratos y caricias que nunca se merecieron. La luz roja, o verde, era una máscara que impedía reco-
nocer a la persona. Era un lugar de mentiras y pasiones falsas.
Esperando, aprovechó para echar una moneda en la gramola y escuchar su canción preferida. TRES COSAS HAY EN LA VIDA, salud, dinero y amor.
Karen se acercó sonriente, le besó y se pidió otra copa. Estaba atractiva. Era su papel. Era su traba-
jo. Mauro siempre le dijo que no encajaba en ese lugar. Tras tus bonitos ojos verdes se esconde un
secreto, no se si un drama. Si puedo te ayudo, pero no me pidas amor.
Vamos, dijo Karen. Son MIL pesetas.
Jesusañañoscovid19
Un poco triste, pero me gusta
ResponderEliminarMe ha gustado, Jesús. Como la vida misma.
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