Julio Llamazares
Cuando llegamos a la laguna, el poblado estaba aún sin construir. Tan sólo unos
barracones se dibujaban en la llanura y en ellos nos refugiamos junto a las quince
o veinte familias que habían ido llegando, procedentes de lugares anegados por
pantanos como el nuestro, o aquél fangal infinito emergido de la desecación del
lago que había cubierto hasta entonces el territorio virgen y desolado que íbamos
a ocupar.
Y a cultivar, claro es. Porque junto con nuestros enseres y escasos muebles trans-
portábamos también en el camión que nos había traído desde Ferreras los anima-
les y los aperos que componían todo nuestro patrimonio, incluidas las dos vacas
con cuya ayuda tendríamos que roturar seis hectáreas que nos correspondían, se-
gún las escrituras que nos habían dado los ingenieros antes de nuestra partida, de
aquella tierra baldía y del color de los sacos viejos que se extendía hasta el horizon-
te delante de nuestros ojos.
Jesús: C O L O N O S
Es 1946. Sofía y Tomás eran hermanos y vivían tiempos difíciles. Recien cumplidos los
treinta, eran víctimas de la explotación de la victoria.
Perdedores, sus tierras habían sido ocupadas y su futuro robado. Sofía todavía lloraba
la muerte de su marido hace siete años. Era el maestro de la escuela.
Entre la pobreza, su primo el cura, con quién no comulgaban en sus ideas, les ofreció la
posibilidad de ir a los nuevos pueblos de colonización que se iban a crear.
Aceptaron. Se alejarían del cura, el púlpito y el confesionario. También olvidaría las pro-
cesiones bajo palio de su primo, bendiciendo a las autoridades y sonriendo después de
la colecta del domingo.
Se pusieron en camino. Tenían tres días de trayecto junto a otras familias. Les esperaba
una parcela de diez hectáreas, un animal (singular), una vivienda y herramientas. La pri-
mera cría que tuviesen se entregaría como pago y sería el lote para otro colono.
Es difícil dejar la tierra que quieres y que te atrapa. Pero es fácil dejar atrás el odio.
Tras el primer día de camino, al llegar la noche se oyó la voz de los que no estaban y el si-
lencio de los que nunca olvidaron. Comenzaba la aventura que les alejaba del ayer y les
acercaba al mañana.
En la segunda jornada de ruta, al anochecer, Tomás volvió sólo al pueblo. Se olvidó de
despedirse de su amante –la mujer del juez- y también de Joaquin que le delató al termi-
nar la guerra.
Pilar Bastarós : En el campamento
Los últimos días de ese mes de junio estaban siendo inusualmente fríos y por las noches soplaba un viento gélido que te calaba hasta los huesos como cuchillos acerados. Sofía se arrebujó como buenamente pudo con una de las raídas mantas que traían en su exiguo equipaje y se deslizó bajo el camión. A pesar de lo cansada que estaba por las dos duras jornadas de camino que llevaban a sus espaldas, sabía que no podría conciliar el sueño. Eran muchas las preocupaciones que ocupaban su mente: a la incertidumbre ante la nueva vida que les esperaba, que ya se le antojaba llena de dificultades, y el dolor y la rabia por lo que dejaba atrás, ahora se sumaba el temor por lo que haría su hermano Tomás.
Habían calentado un poco el estómago con unas sopas de ajo que Sofía preparó sobre la lumbre de unas ramas secas y habían engañado el hambre con un trozo de queso y unas cuantas nueces que llevaban en el zurrón. Después Tomás echó un trago de la bota que le ofreció el padre de la familia que acampaba junto a ellos. Tenían tres hijos y la cría aún se agarraba al pecho de su madre. Sofía los contemplaba con cierta envidia porque, a pesar de su evidente pobreza, formaban una familia que parecía bien avenida e incluso ilusionada por lo que les depararía el futuro. Apuró los restos de achicoria del pocillo mientras se ensimismaba con el pensamiento de la criatura que ella podía haber tenido y que se malogró el día que mataron a su Juan. La sacó de sus cavilaciones la rasposa voz de su hermano:
- Voy a dar una vuelta por ahí, a ver si traigo más leña o algún gazapo que llevarnos mañana a la boca.No me esperes despierta. Procura descansar, que mañana nos espera una dura jornada.
Pero pasaban las horas y Tomás no regresaba. Sofía estaba cada vez más inquieta. Lo había visto alejarse por el mismo camino que los había traído hasta aquí y se barruntaba lo peor. Sabía que su hermano había dejado atrás más de un asunto pendiente.
-¿ Y si había vuelto al pueblo para saldarlos de la peor manera?
Ese mal presentimiento la llenaba de angustia y se maldecía por no haberle impedido marchar.
Pilar Algás
Abrazada a su manta de rayas y hecha un ovillo de frio, cerró los ojos. La oscuridad de la noche le trajo el dolor de ese tres de mayo de 1939. Habían cenado, y después de recoger la fregadera, cada uno se sentó a un lado del hogar con su libro, cuando unos golpes secos sonaron en la puerta. Fue tan rápido y violento que piensa si pasó o lo soñó. Una lágrima resbala sobre su mejilla. Le queda la dignidad de su mirada cuando salía de su casa. No lo vio mas. Recuperó su cadáver una semana después en la tapia del cementerio de la vecina Quintanilla.
Cuantas veces ella le había animado a centrarse solo en instruir a los cuarenta y dos chicos de distintas edades que tenía a su cargo. Pero no, su razón era siempre la misma. La educación puede cambiar el mundo, y estos chicos son el futuro que tenemos que formar en libertad, igualdad y respeto. Y era él quien tenía que darles oportunidades cada día.
Dos años tardaron en enterarse que fue el juez quien lo incorporó en la lista de los maestros republicanos que eran una amenaza para el régimen.
Y su hermano sin llegar. Una tenue luz se adivinaba por el este y el sonido de los primeros grillos ponía la nota de esperanza.
Olga: “Noche febril”
La cabeza le bullía como un perol hirviente. No
podía dejar de pensar, mientras caminaba deprisa para combatir el relente
nocturno y fumaba con avidez nerviosa. Tomás se sentía hueco como un tronco
carcomido. Supo desde el principio que no sería fácil dejarlo todo atrás, pero
no podía imaginar la agonía de ese constante martilleo en las sienes, las
imágenes del carcunda de Joaquín clavándosele en lo más hondo, como alfileres
al rojo.
Para tranquilizarse, evocó la calidez de la piel
de Amelia, sus secretos encuentros en la era, el deseo desbocado, el ardor de
sus cuerpos recién descubiertos, el peligro a ser descubiertos como acicate...
Solo consiguió sentirse aún peor. Una ira ciega abrasó sus mejillas y le hizo
apretar los puños, perro solitario en medio de la noche.
Las cosas no podían quedar así. Antes o después
tendría que volver a ajustar cuentas. Las heridas infectadas cierran en falso,
se gangrenan. No podía empezar de cero sin pedir explicaciones a ese
traidor desnaturalizado y oportunista, a ese hipócrita que, para salvar su
culo, había acabado con su vida y la de su pobre hermana.
Tenía las piernas ateridas. Se sintió mortalmente
cansado. Aligeró el paso hasta casi correr inconscientemente de vuelta al
campamento. Sofía permanecía debajo del camión. Llegó junto a ella resollando y
la sacudió con dulzura. Ella abrió sus inmensos ojos claros, enrojecidos por el
llanto y lo abrazó temblona al leer la decisión en la mirada de su hermano.
Tomás le pasó la mano por el pelo y le besó la mejilla, sin decir
palabra. Cuando dos se conocen bien, las palabras sobran. Ambos sabían que la
suerte estaba echada.
Eva Fernández
La última vez.-Se había dicho ella, para convencerse de ir. Quería verlo. Pero no había sido agradable. Nada que ver con su primer encuentro. Apresurados, de pie, Amelia con las piedras clavadas en su espalda contra el muro, y las piernas abrazadas a la cintura de Tomás, sujetándose alrededor de su cuello, la cabeza encajada en su hombro, para que no la viera llorar, aunque no había podido controlar el llanto.
Lo último que recuerda es la brasa de su cigarro encendido mientras se alejaba.
Su marido tenía trabajo. Eso había dicho. ¿quién sería el pobre infeliz? La pobre Amelia tampoco tenía escapatoria. Desde que las habladurías llegaron a oídos de su marido, ella dormía en la cuadra, y solo se podía bañar los domingos para ir a misa. Las vecinas hacían corros y en el pueblo nadie le dirigía la palabra.
Estaba embarazada. Pero no le había dicho nada a nadie. Ni a Tomás, ni a su marido. Estaban en guerra. No sabía quién era el padre.
Se puso sus tres vestidos, uno encima de otro. El abrigo bueno. El rosario de su madre. Iba a dejar el anillo de boda, pero se lo pensó mejor. Salió sin mirar atrás.
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