Mis paraísos
Cuando
propuse el título de “Los paraísos perdidos” para nuestro próximo relato, lo
hice de una forma totalmente inconsciente. Simplemente me resultaba agradable
esa combinación de palabras. Después, cuando empecé a indagar un poco sobre el
tema antes de ponerme a escribir, caí en la cuenta de que ha sido un motivo
recurrente a través de los tiempos. Desde el clásico poema narrativo de John
Milton, para quien el paraíso perdido es el Edén, pasando por Cervantes, Proust
o Borges, que afirmaba que “no hay otros
paraísos que los paraísos perdidos”, y por escritores más
contemporáneos como Seamus Heaney que exalta
los milagros de los objetos cotidianos o Brian Dillon que en su ensayo “In the
Dark Room” resalta el valor de la memoria vinculada a los espacios, la lista de
escritores que se han visto atraídos por ese tópico literario sería
interminable. Pero no es un tema exclusivo de la literatura, sino que también ha sido abordado por cualquier tipo
de expresión artística o creativa como el cine y la música. Incluso la edición del
año 2020 del Festival Isla del Instituto Cervantes de Dublín (que se celebró
on-line debido a la pandemia), tuvo como leitmotiv “Paraísos perdidos y
recobrados”. Cada uno tiene su propio concepto de paraíso y su particular forma
de expresarlo, aunque quizá todos coinciden en transmitir un sentimiento
melancólico por la pérdida de la inocencia y un intenso anhelo por recuperar el
pasado.
Pero ¿ Cuál
es el paraíso y dónde está realmente? ¿ Irremediablemente perdido? Según lo
expresa Iván Ferreiro en su canción “ Nunca
perdimos los paraísos porque nunca los tuvimos, sólo están en nuestra cabeza”.
Visto desde otro ángulo, es cierto que sólo sabemos valorar aquello que ya no
tenemos. Mi idea de paraíso está alejada de toda grandilocuencia. No añoro mi
infancia, que no fue especialmente desdichada, pero tampoco feliz. Ni el tiempo
pasado, que pasado está. Sí me gustaría detenerlo o, al menos, que pasase más
lentamente para poder saborearlo con más intensidad. Como eso es imposible, me
conformo con vivirlo. Otra cosa es la memoria, esa dama cada vez más frágil y
huidiza, que hay que conservar y preservar del olvido.
Si echo la
vista atrás, un tiempo que podría considerar relativamente paradisíaco a nivel
general, sería la época de los años ochenta, la llamada década prodigiosa,
porque entonces predominaban la esperanza y la ilusión, el entusiasmo por
cambiar el mundo, nuestro mundo, y hacer cosas nuevas. Eso sí que se perdió, me
temo que definitivamente. Hubo un atisbo
de esperanza en que construiríamos un mundo mejor después de la pandemia cuando
creíamos que pronto llegaría a su fin. No ha sido así. Fue sólo un espejismo.
Yo me quedo con mis paraísos pequeñitos, esos que confió en que nunca perderé: el
placer de contemplar un paisaje o pasear en él, de escuchar una sinfonía o el
canto de los pájaros, de disfrutar de una cálida compañía, de degustar una
comida o un buen vino, de oír el silencio o el discurrir del agua, de ver
crecer una planta, de visitar un museo o pintar un cuadro y, sobre todo, de poder
imaginarlos.
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