por Miguel Angel Marín
Dibujo dos líneas sinuosas que se cortan en tres puntos, al
azar, con el pincel cargado de negro. Me separo del lienzo y las observo. Es mi
método. Intento descifrar qué quiere mostrarme mi subconsciente. Mi mente
normalmente rellena los huecos y consigo ver enseguida la figura que se esconde
tras esas líneas. Hoy, no. No alcanzo a completar la imagen. Reflexiono sobre
cada parte y también sobre el conjunto. Se me ocurren varias ideas que rechazo
por simples. Podría tratarse de un paisaje ondulado. Unos campos yermos en
otoño, todo gris, amarillo pálido y siena tostada. Un paisaje desolado y triste
solo roto por cuatro árboles raquíticos: los Monegros en octubre. Los parajes
de una infancia huérfana. La soledad por compañera. No. Me aburre y me deprime.
Tengo que esforzarme más. Tomo un chupito de tequila para animarme y fomentar
la creatividad. Podrían ser las estrías de un viejo nogal, como aquel que se
alzaba en la cabecera de la tumba de Manuel, que murió virgen, sin saber de
qué. Nada. Simplezas, naderías. Otro chupito que caliente mi garganta y mis entrañas.
Me desgañito de mirar el cuadro blanco solo atravesado por las dos malditas líneas.
Me enciendo un cigarrillo negro. El espeso humo azulado inunda mis pulmones. Al
expulsarlo queda flotando como un mar de niebla que se mece entre los álamos
del parque en diciembre. Empiezo a desesperarme. O surge algo pronto, o añado
algo al tun tun a ver qué pasa. Y si tampoco así florece la idea, rompo el
lienzo y a otra cosa. No sería la primera vez. Me harto. Cojo un pincel
mediano, lo lleno del primer color que encuentro y estampo dos manchas rojas
desiguales aquí y allá. Vuelvo a distanciarme y a observar. Las dos manchas lo
cambian todo. Por fin se muestra. Allí está. ¿Cómo no lo he visto antes? Solo es
un esquema, claro. Falta completar la estructura ósea y añadir capa tras capa
de pintura los músculos, la carne, la piel. Pero sí, ya veo los pómulos
pronunciados, la nariz respingona, la boquita fina, el pelo rizado, los ojos
almendrados con largas pestañas, las pecas alrededor de la nariz, los hoyicos
que se le formaban cuando sonreía con aquella expresión traviesa. Sí, allí en
esencia, con la cabeza vuelta hacia mí, está Isabel.
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