Mis primeras
veces
Tenía cinco meses cuando fuimos a vivir a
Barcelona, así que los recuerdos de aquella primera etapa de mi vida son
bastante vagos. Más que recuerdos propios son evocaciones de lo que mi madre me
contó después. Por lo visto, me llevó más tiempo de lo esperado el hacer por
primera vez las cosas que un niño comienza a hacer en determinados momentos.
Tardé en soltarme y dar mis primeros pasos. También demoré el pronunciar mi
primera palabra, que no fue ni “mamá” ni “papá”, sino un rotundo “no”, que
durante unos meses se convirtió en el único vocablo que utilizaba. Ignoro a qué
se debía ese pertinaz negativismo, porque un buen día comencé a parlotear de
forma tan incontinente, que hacía exclamar a los que habían sabido de los
temores y lamentos de mi madre:
_ ¿Y te quejabas de que la niña no hablaba?
Pero, ¡si ahora no calla!_
Dos son los recuerdos que de aquella época
permanecen más vívidos, aunque no soy capaz de revivir ni el primer domingo que
mis padres me llevaron a comer a un restaurante ni la primera vez que viajé en
tren de Barcelona a Zaragoza. Pero sí puedo rememorar fácilmente, quizá por
repetidos, esos dos hechos que pasaron a formar parte de las rutinas de mi
primera infancia. Todos los domingos, si mi padre estaba en Barcelona, íbamos a
comer al mismo restaurante del Paseo de Gracia, y mi comida consistía
invariablemente en un plato de sesos rebozados. Mi padre era viajante y, en
aquel tiempo, recorría toda España en tren, en viajes que podían durar de uno a
dos meses. Entonces mi madre y yo volvíamos a la estación en la que el día
anterior habíamos despedido a mi padre, y a mí, por un inexplicable
nerviosismo, volvían a castañetearme los dientes hasta que me encontraba sentada
en el compartimento del TAF. Las ausencias de mi padre las pasábamos en casa de
mis abuelos y sólo regresábamos para recibirlo al retorno de su largo viaje.
De mi primera escuela no tengo ningún
recuerdo. Sé que a los tres años comencé a ir a un Liceo. Que cada mañana
imploraba que volvieran pronto a buscarme y que allí aprendí a leer y escribir,
a sumar y restar. Siempre me han
asegurado que en casa nunca me obligaron a utilizar la mano derecha, pero mi
incapacidad para hacer con mi diestra todo lo que no sea escribir, me lleva a suponer
que en aquel colegio sí me impusieron el uso considerado entonces como
correcto.
A finales de octubre de mil novecientos
cincuenta y ocho hacía bastante frío cuando hicimos escala en Madrid. Nuestro
destino era Sevilla, adonde habían trasladado a mi padre, pero mi madre decidió
que el invierno ya se avecinaba y me compró un abriguito de cuadros azules y
blancos en unos Almacenes de la calle Preciados. Al llegar a Sevilla, tuvo que
apresurarse a deshacer el equipaje y recuperar la ropa de verano, si no quería
que pereciese asfixiada.
Nuestra nueva casa estaba situada en el
barrio de Los Remedios, que había surgido a marchas forzadas para proporcionar
vivienda a los numerosos estadounidenses que trabajaban en la Base Americana. La
portera y nosotros éramos los únicos españoles en el edificio. Lo que recuerdo
de aquella casa es que era muy luminosa y muy calurosa. En los meses más
tórridos del verano, teníamos que echar los colchones al suelo del pasillo para
tratar de establecer un poco de corriente y poder conciliar el sueño.
Mi madre se enteró de que una maestra abría
un pequeño colegio en su propia casa y no dudó en llevarme allí. Las dos
congeniaron y creo que yo fui la primera alumna en el reducido grupito de niños
y niñas. Dábamos las clases en una habitación de la planta baja del chalet,
ahora se diría vivienda unifamiliar, y en los recreos salíamos al jardín. Rocío
fue la primera maestra de la que guardo un grato recuerdo. Era dulce, amable,
divertida y durante los tres años que acudí a sus clases me sentí una niña
dichosa.
Para llegar a su casa-colegio había que
atravesar unos terrenos en los que aún no se había construido.
En el camino,
solíamos coincidir con Pepito, un niño rubio, espindargo y sonriente. A mí me
caía más que bien. Un día que había llovido, Pepito se agachó a coger una
amapola de las que habían crecido en los ribazos y me la ofreció al tiempo que
rozaba suavemente mi mejilla con sus labios. Lo que más me apenaba cuando
abandonamos Sevilla era que nunca más lo volvería a ver.
Lamentablemente los testigos de mi infancia
ya no están aquí para confirmar si mis recuerdos se corresponden con la
realidad o son sólo producto de mi imaginación.
bonitos recuerdos. Nunca los olvides
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