Retiras las
sábanas que todavía conservan el apresto y el olor a limpio de cuando las
cambiaste esta mañana. Abandonas la cama una vez más y deambulas por la casa a
oscuras, alumbrada apenas por el reflejo de las farolas de la calle que se
filtra a través de las cortinas. Tampoco necesitas más luz. Conoces perfectamente,
incluso con los ojos cerrados, los pasos que te llevarán desde el dormitorio hasta la cocina. Una vez allí abres, como de
costumbre, la puerta de la nevera. El destello te ciega por un instante. Dudas
entre un bombón de la caja que te regalaron por tu santo o la tableta de
chocolate negro, ochenta y cinco por ciento de cacao. Optas por esta última y
te partes una onza. Dejas que el chocolate se funda en tu boca y lo saboreas
con deleite. Llenas un vaso con agua helada pero, antes de beberla, lo apoyas
en la frente y las mejillas. El frío te hiere como una flecha afilada y sientes
un escalofrío. Bebes a pequeños sorbos mientras
el viejo reloj de pared comienza a sonar, una, dos, tres, cuatro
campanadas. Son las cuatro de la mañana. Y ahora, ¿qué puedes hacer? Te
resistes a volver a la cama y seguir dando vueltas como un dado en el cubilete.
Desde hace
días, meses, padeces un insomnio pertinaz. PERTINAZ. ¡Vaya palabra!
¿Por qué te
ha venido a la mente semejante palabreja? No recuerdas haberla oído ni leído
recientemente, a pesar de que la sequía que padecemos también se empeña en ser
pertinaz. Y, sin embargo, la palabra te gusta, suena bien, es rotunda, tozuda y
describe perfectamente tu persistente incapacidad para conciliar el sueño, lo que
te hace estar cada día más agotada e irascible.
Podrías
ponerte a leer, pero sabes que aún te desvelarías más, como lo de ordenar
papeles o cajones. ¿Y escribir? Para eso
tienes la cabeza demasiado embotada.
Lo que
necesitas es descansar, sumirte en un sueño profundo y reparador, pero ¿cómo
lograrlo? Las
pastillas que te recetaron y que tomas religiosamente antes de acostarte, hace
tiempo que dejaron de hacerte efecto. Tampoco te funcionan los ejercicios
respiratorios ni el contar borregas, como tú las llamas, ni el vaso de leche
templada, que no te gusta nada, ni las valerianas, pasifloras y demás
hierbajos, ni……..
“Siempre he pensado que estamos mal
hechos. Deberíamos ser desenroscables. Quiero decir que pudiéramos enroscar y
desenroscar las partes de nuestro cuerpo a placer o a demanda de nuestras
necesidades. Así yo ahora dejaría mi cabeza en la almohada y que hiciera lo que
le viniera en gana, mientras mi cuerpo se ocupaba de tareas útiles o, al revés,
si estuviera muy cansada o me doliera algo, dejaría mi cuerpo tumbado y mi
cabeza podría dedicarse a otros menesteres, digamos más intelectuales.
Pero lo mejor sería disponer de una
varita mágica que me permitiera trasladarme, cuando llega la hora de dormir, a
un lugar donde el amanecer anunciase ya
el comienzo de una nueva jornada.
Como ahora, que miro por la ventana y
veo que las luces del alba ya han disipado las sombras de la noche.”
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