El tren de las
14.50
Escena
primera
Coche seis, asiento siete A.
Compruebas tu billete en el móvil mientras arrastras presurosa tu maleta por el
andén. Has tenido que correr por el vestíbulo de la estación de Santa Justa
para llegar justo antes de que se cerrara el acceso a la vía y tu respiración
es todavía jadeante.
Colocas tu maleta en el
portaequipajes y te desplomas en tu sitio, después de dirigirle una sonrisa de
disculpa a la persona que se sienta a tu lado, que se ha tenido que levantar
para cederte el paso. Es un hombre de unos sesenta y tantos, de aspecto
impecable y gesto adusto. Apenas ha levantado la vista del periódico en cuya
lectura está sumergido. Casi agradeces su mutismo y no tener que entablar una
conversación con él. Prefieres poder sumirte en tus pensamientos. Con disimulo
te desprendes de los zapatos de tacón que te han estado machacando los pies
durante toda la mañana. Cierras los ojos y te dispones a relajarte de los
agotadores días pasados mientras el tren deshace el trayecto hasta tu ciudad.
Estás exhausta de estos frenéticos
días pero también contenta porque el esfuerzo ha merecido la pena.
Capítulo primero
Sí, Adoración Luján o Dora, como
ella prefiere que la llamen, está exhausta pero satisfecha. Repasa mentalmente
los pormenores de los pasados días. Han sido intensos pero provechosos. Y es
que su trabajo le apasiona y la llena por completo o, al menos, de eso pretende
autoconvencerse, porque en el fondo sabe que el aguijón de la soledad y cierto
poso de amargura no dejarán de fustigarla cuando menos se lo espere.
El martes pasado tuvo que
emprender un repentino viaje a Tarragona, reclamada por un cliente que hace
unos años montó un hotelito rural en una vieja masía. Ahora quiere reformarlo y
darle una nueva orientación y ahí entra ella. En eso consiste su trabajo desde
que Jorge, el marido de su amiga Eloísa, le propusiera asociarse con él para
montar una empresa en el sector turístico. Dora se encargaría de asesorar,
promocionar, buscar proveedores y clientela a los propietarios de casas rurales
o pequeños hoteles. Aceptó la propuesta sin dudarlo, dispuesta a poner en ello
todo el entusiasmo y esfuerzo que hiciera falta y más, como hacía siempre que
emprendía un nuevo reto. Ese empeño y tesón, junto con su don de gentes, que le
habían valido para ascender a un alto puesto de responsabilidad en su trabajo
anterior, una agencia mayorista de viajes.
Los comienzos fueron duros, tal
como Jorge y Dora suponían, porque el capital era escaso y su nombre
desconocido en el sector. Empezaron dándose a conocer y trabajando en zonas
próximas, Los Pirineos, Navarra, La Rioja. Pero poco a poco se habían afianzado
en el mercado como una empresa pionera, habían extendido su área de influencia
y podían respirar tranquilos porque el negocio iba razonablemente bien.
Esa expansión era la que la había
traído a Sevilla, viaje que tenía previsto con anterioridad a su improvisada
visita al cliente de Tarragona. Allí, después de cambiar el billete, cogió el
AVE el miércoles por la mañana, el mismo tren que habría cogido en Zaragoza. El
viaje resultó cómodo y agradable, salvo algún rato que tuvo que soportar las
altisonantes e insustanciales conversaciones telefónicas de otros viajeros. Le
encanta viajar en tren. Es su medio de transporte favorito, en el que intenta
ir a todos los sitios y que utiliza siempre que es factible. Aprovecha el viaje
para trabajar pero también hace pausas para mirar por la ventanilla y
deleitarse con el paisaje.
En cambio, detesta el avión, que
sólo coge cuando no le queda otro remedio. En esas ocasiones, tiene que tomarse
un tranquilizante, a pesar de lo cual llega al destino hecha unos zorros por la
tensión acumulada durante el vuelo.
Escena segunda
Percibes cómo tus labios han
dibujado una sonrisa en tu rostro al pensar en lo orgullosos que se sentirían
tus abuelos, especialmente tu abuelo, quien tanto te apoyó siempre y que supo
transmitirte los valores del esfuerzo, de la honradez, del trabajo bien hecho,
al tiempo que despertaba en ti las ansias de viajar, de conocer mundo, de
convertirte en una mujer independiente, proporcionándote todos los medios a su
alcance para conseguirlo. Cuando te veía rodeada de libros y apuntes en un
extremo de la mesa del comedor, solía apoyar su cálida mano en tu hombro y te
decía:
“ Dorita, hija, bien está que te
afanes en el trabajo y el estudio, como yo he pretendido inculcarte, pero no
por eso debes descuidar el abrirte al mundo, viajar, conocer otros lugares y
culturas, otras gentes. De ello se aprende tanto o más que en los libros”.
Tu abuela entonces torcía el
gesto, mientras sacudía enérgica la bayeta con la que había quitado el polvo
del trinchante y refunfuñaba:
“Déjate de llenarle la cabeza a
la chica con tanto libro y tanta historia, que más le valdría sacarle partido a
ese cuerpo y esa cara tan majicos que Dios y su madre le dieron. Ir a las
fiestas de aquí y de los pueblos vecinos para tratar con chicos, eso es lo que
tiene que hacer. Y casarse con un buen zagal y darnos nietos, que vuelvan a llenar
esta casa de voces y risas”.
Y es que tu abuela, aunque la
adorabas, tenía unas ideas mucho más
tradicionales que su marido y no dejaba de atosigarte para que hicieras un buen
casamiento y no te quedaras sola el día que ellos faltasen, lo que había
sucedido hacía un par de años. ¡ Cómo los echabas de menos! A su lado habías tenido
una infancia y una juventud se podría decir que feliz. Cuando tus padres
fallecieron en aquel fatídico accidente de coche, tú, que habías sido la
anhelada hija tardana, apenas contabas tres años y no tienes de ellos más que
la imagen que te ofrecen las fotografías y algún recuerdo borroso. Tu abuela
sustituyó con creces el amor y cuidados de una madre y tu abuelo supo ejercer en
perfecto equilibrio el doble papel de padre orientador, bastante exigente y
estricto con el de abuelo cariñoso y consentidor. Tus hermanos, Juan y Antonio,
con los que te llevas diez y ocho años de diferencia, consiguieron llegar al
entierro de tu abuelo cuya muerte se presagiaba desde hacía tiempo. No así al
de tu abuela, ocurrida repentinamente pocos meses después. La verdad es que os
veis muy poco y apenas os habéis tratado
porque los dos marcharon muy jóvenes al extranjero, Juan a Alemania y Antonio a
Suiza, y allí encontraron su medio de vida y formaron sus familias. Con
frecuencia lamentas ese distanciamiento y te entristece, porque aumenta tu
sentimiento de orfandad.
Buscas en tu
bolso la pitillera de plata que perteneció a tu padre y la acaricias con
nostalgia. Aunque hace años que
dejaste de fumar, harta de ser tan dependiente del tabaco, siempre la llevas contigo. Es el único
recuerdo que conservas de él.
Capítulo segundo
Dora llega a Sevilla a las dos de
la tarde. Tiene tiempo de comer algo antes de coger el cercanías de las catorce
cincuenta y ocho con dirección a Lebrija, donde tiene su primera cita. Así que
deja su equipaje en consigna y se encamina a una de las cafeterías de la
estación. Pide una ensalada y una ración de jamón. Tiene que controlarse porque
últimamente se ha echado unos cuantos kilos encima, pero no se resiste al
placer de saborear unas lonchitas de jabugo. Mientras espera a que le sirvan,
revisa en su tableta los datos que le han proporcionado los nuevos clientes, no
sin antes recolocar los objetos que hay en la mesa. Se reconoce como una
maniática del orden y no soporta que las cosas estén fuera de lo que ella
considera su sitio. Por teléfono la informaron de que habían sabido de su
empresa a través de la dueña de una casa rural en la que se alojaron durante
unas vacaciones por la Sierra de Cameros. Tampoco se puede resistir al
tocinillo de cielo con el café.
El viaje se le hace corto, no
llega a una hora. Al llegar a Lebrija, la están esperando. Es una pareja madura
que la recibe afablemente. Acaban de adquirir una finca en las lindes con el
término municipal de Trebujena.
Paquita conduce
el todoterreno mientras Miguel le va explicando las características de la
finca
y lo que pretenden hacer. Quieren reconvertir las edificaciones en un
alojamiento rural, pero manteniendo el huerto y los cultivos que ya existen y
aumentando los de viña. Vivían en Madrid. Él era un alto ejecutivo en una
multinacional. Paquita trabajaba como abogada civilista en uno de los bufetes
más acreditados de Madrid. Se lo ganaban bien, tenían un nivel de vida
privilegiado, pero no les compensaba a nivel personal. Horarios excesivos,
viajes demasiado frecuentes, lo que provocaba que casi no se vieran y, cuando
lo hacían, los dos estaban estresados, cansados y de mal humor. Los hijos ya
eran mayores y hacían su vida. Así que con el dinero que tenían ahorrado,
incrementado con un préstamo, decidieron dar un cambio de rumbo a la suya y
lanzarse a esta aventura. Miguel se mostraba entusiasmado y no paraba de
hablar. Paquita, más callada, se concentraba en la carretera, pero asentía de
vez en cuando.
Cuando llegaron a la finca y le
mostraron todas las dependencias, Dora también se entusiasmó. Había mucho
trabajo que hacer pero se le podía sacar mucho partido. Tomó notas, medidas y
fotos y acordó con ellos que elaboraría un proyecto y les enviaría el
presupuesto. Si lo aceptaban, empezarían a trabajar lo antes posible. Eso
supondría que tendría que desplazarse allí durante unos meses para supervisar las obras, pero no le
importaba. Intuía que
iba a congeniar bien con ellos y que su estancia allí resultaría agradable. Se
hizo la hora de volver a coger el tren. Debía regresar a Sevilla porque a media
mañana tenía otra visita en Carmona. Insistieron en que se quedara a cenar.
Ellos la llevarían en el Land Rover hasta Sevilla y la dejarían en su hotel
después de pasar por Santa Justa para que recogiera su equipaje. Resultaban tan
acogedores y persuasivos que finalmente aceptó. La verdad es que ya sentía
hambre y la idea de tener que conformarse con una cena tardía y sin compañía en
el hotel no la seducía demasiado. Miguel improvisó unas cuantas exquisiteces
que degustó con deleite, mientras
charlaban de forma distendida como si se
conocieran desde siempre. Antes de emprender el regreso, Paquita le regaló una
pieza de cerámica lebrijana, una de las varias que decoraban la alacena de la
cocina y que Dora tanto había elogiado.
Cuando por fin se encontró en la
habitación de su hotel y pudo desembarazarse de la ropa que había llevado
durante todo el día, respiró aliviada. Deshizo su equipaje, se dio un baño
caliente y dejó que las sábanas acariciaran su cansado cuerpo. Esa noche no
dedicaría un rato a la lectura, como solía hacer. Tenía mucho en lo que pensar
y tal vez con lo que soñar.
Escena tercera
Te has debido quedar algo traspuesta
y no te has enterado de que tu vecino de asiento se ha esfumado ni de las
maniobras que el tren ha tenido que hacer al llegar a Córdoba. Deduces que se
habrá bajado allí porque ahora ocupa su sitio una cazadora vaquera, cuyo dueño
aparece al instante. Es un chico joven, con el pelo rapado a los lados y un
voluminoso tupé, vaqueros agujereados y camiseta negra de manga corta, que deja
al descubierto unos brazos musculosos completamente tatuados.
“ ¿Qué? ¿hay sueño, eh,
colegui?”, te suelta a modo de saludo. Todavía aturdida, no sabes qué contestar
a semejante muestra de descaro y te limitas a asentir con la cabeza y esbozar
una tímida sonrisa. Has debido coger mala postura. Te duele el cuello y las
horquillas que sujetan tu moño se te han clavado y te molestan. Intentas
aflojarlas un poco y te masajeas la nuca. Te levantas para ir al servicio. Al
volver, el chico de los tatuajes está hablando por el móvil a voz en cuello.
“ Que sí, papa, que he llegao,
apurao, pero he llegao, que no veas como estaba el tráfico al salir del curro,
que no me ha dao tiempo de ducharme ni ná. Díselo a la mama, que el bocata que
m’a preparao me lo guardo pa luego….Digo, a eso voy, a pasarlo bien. Que
tengáis ustedes también un buen finde. Vuervo
el domingo por la noche. Adiós, papa”.
Cuando crees que ya ha concluido
el suplicio de tener que oírlo, compruebas con desaliento que emprende una
nueva llamada.
“ Pepe, ¿qué hay, compadre? Que
me voy a Barcelona, que la Juani cumple veinticinco tacos y nos ha invitao, que
hacen una fiesta en casa de la Vero, que es más grande y vamos a juntarnos toa
la panda.
Sí….pásame a la churri, que hace
mucho que no hablo con ella…Ea, ¿cómo estás, mi arma?....”
La conversación prosigue en ese
tono y como lo ves dispuesto a comenzar otra, cuando termina de hablar, le
dices lo más educadamente que puedes:
“Perdona, ¿te importaría salir a
la plataforma para seguir hablando? Es que me gustaría poder dormir un poco
más…”
“Claro, muje, eso está hecho”.
Pero, para tu desespero, la calma
es solo momentánea porque ahora recorre la plataforma mientras habla, lo que
provoca que las puertas del compartimiento se abran una y otra vez dando paso a
su irritante tono de voz.
“ Aquí estoy en el tren, aburrío…no,
pa Barcelona….”
Incapaz de soportarlo más y
sorprendida de que el resto de los viajeros no parecen inmutarse, decides ir a
tomar algo al vagón restaurante.
Capítulo tercero
Así transcurrió la estancia de
Dora en Sevilla, con las visitas de trabajo programadas, los desplazamientos a
los que estas la obligaban y las llamadas a Jorge para darle cuenta de cómo
iban las cosas. Siempre afanosa por
hacerlo lo mejor posible, poco tiempo le quedó para disfrutar, pero sí encontró
un hueco para comprarles algo a las gemelas, las hijas de Jorge y Eloísa. Vera
y Alba la llenaban de besos y arrumacos siempre que iba a verlas, ansiosas por
abrir los regalos que les llevaba, especialmente a la vuelta de alguno de sus
viajes.
“Las mimas demasiado…”, solía
recriminarla Eloísa.
“ Y ¿a quién iba a mimar si no?
“, protestaba Dora.
Para Eloísa había reservado la jarra
que le había regalado Paquita. A las dos les encantaba la cerámica y tenían una
buena colección, pero a ella ya no le cabía una pieza más ni en el pequeño
ático de Zaragoza ni en la casa familiar que mantenía en Graus.
Eloísa y Dora se conocían desde
el primer año de Instituto en Huesca. El primer año de carrera en Zaragoza
estuvieron juntas en un colegio mayor hasta que se fueron a vivir a un piso con
otras dos chicas. Siempre habían estado muy unidas. Las dos tenían un carácter
abierto, aunque Dora era algo más reflexiva y Eloísa más dicharachera. Siempre han
compartido confidencias y aficiones y, en cierto modo, ahora a Jorge, su socio. Dora y Jorge eran
compañeros de clase en la Facultad y ella los había presentado. En seguida
surgió la chispa entre ellos y, en cuanto terminaron la carrera y encontraron
trabajo, se fueron a vivir juntos y al poco tiempo se casaron. Luego llegarían
las gemelas y más tarde la propuesta de Jorge de asociarse con él. Para Dora
constituían la familia que no tenía. Adoraba a las niñas y consideraba a Jorge
y Eloísa como sus hermanos. Pasaba muchos buenos ratos con ellos, pero,
aunque siempre se sentía aceptada y querida, no podía evitar cierta envidia por
el buen rollo
que tenían entre ellos y, a veces, tenía la desagradable sensación de que
sobraba en ese círculo tan bien compenetrado.
Eloísa,
a diferencia de su abuela, siempre se ha mostrado muy respetuosa con su soltería,
a la
que aparentemente ha optado voluntariamente. Tiene
muchos amigos y, por supuesto ha tenido
varios ligues
esporádicos y algunas relaciones de pareja que nunca han llegado a fraguar. La verdad es que sólo le han
aportado un efímero desahogo a sus necesidades sexuales y afectivas.
A veces, cuando la soledad le pesaba
demasiado, recordaba a Lorenzo y añoraba lo que podía
haber
sido y nunca fue. Siempre se había sentido atraída por él, desde que iban
juntos a la escuela en Graus, y estaba
convencida de que esa atracción había sido mutua.
Lorenzo solía
acudir a su casa después de las clases
para hacer juntos las tareas escolares, porque en la amplia biblioteca del abuelo podían consultar
la enciclopedia y también al propio abuelo que siempre les echaba una
mano.
“ A ver, ¿qué tenéis
para hoy? Dejaos de enredar y poneos a la tarea. Tenéis que terminarla antes de que venga la
abuela con la merienda”.
Porque ese era otro de los alicientes que
atraían a Lorenzo a casa de Dorita como la miel a las moscas, la rica merienda que todas las tardes les
preparaba la abuela.
“Venga,
dejad esos libracos un ratico y coméoslo
todo, ¿eh?, que tenéis que alimentaros bien si queréis crecer y meteros todas esas ideas en la
cabeza…”
Había otra razón por la que a Lorenzo le
gustaba tanto ir a casa de Dorita y es que se quedaba extasiado contemplando los libros perfectamente
alineados en la estanterías. Repasaba en voz baja los títulos que figuraban en los lomos y los acariciaba como
si fueran el lomo de un gato mimoso.
“ ¿Cuál quieres
llevarte hoy?,¿quieres que te diga uno que te gustará mucho?” le preguntaba Dorita
mucho más avezada en
la lectura.
“Bueno, aún estoy
leyendo el que me dejó tu abuelo anteayer, pero me queda poco, creo que lo
terminaré esta
noche, aunque como mi madre no me deja tener la luz encendida, tengo que leer a
escondidas y me
cuesta más”.
Después, su familia
se trasladó a Madrid y Lorenzo no volvió al pueblo más que en algunas vacaciones de verano, a casa de
sus tíos. En esas ocasiones, recuperaban su vieja amistad y volvían a reír y
divertirse como cuando eran
niños. Luego desaparecía y no volvía a saber nada de él.
Hace unos años
coincidieron en la recepción de un hotel en Londres. Lorenzo estaba trabajando
allí temporalmente y había
acudido al hotel para recoger a un cliente. Dora, que todavía trabajaba en la
mayorista de viajes,
estaba realizando un viaje de inspección o “fam trip” con el fin de desarrollar
un nuevo circuito por
Inglaterra. Quedaron para cenar, recordaron viejos tiempos. Lorenzo le contó,
un poco avergonzado, que
todavía conservaba como un tesoro un libro de la biblioteca del abuelo que
nunca le devolvió, “El viejo y
el mar”. Pero, al final de la noche, le había confesado que estaba prometido
con una compañera de trabajo en Madrid y que iban a casarse en cuanto él
regresase de su estancia en Londres.
Después de aquel encuentro ya no habían tenido ningún
contacto más que alguna escueta tarjeta por Navidad.
Escena
cuarta
Entras en el vagón restaurante un poco tambaleante por el
traqueteo del tren. Está bastante concurrido, pero, aunque está de espaldas,
enseguida reconoces la inconfundible silueta del hombre apoyado en la barra.
Segura de no equivocarte, tocas suavemente su hombro.
“¿Lorenzo?”
Se vuelve sorprendido y exclama alegremente al tiempo que te
abraza y te da dos sonoros besos:
“¡Dora! Pero ¿qué estás haciendo aquí? ¿Qué es de tu vida?
Tienes que contármelo todo. ¿Hasta dónde vas? ¿A Zaragoza o a Barcelona? ¿Dónde
estás sentada? Pero…deja que te vea bien, estás estupenda”
Parecía eufórico y encantado de volver a verte. Sus palabras
le salían a borbotones y no te dejaba meter baza.
“Regreso a Zaragoza de un viaje de trabajo. ¿Y tú?”
“¡No me lo puedo creer! Mi empresa me ha ofrecido hacerme
cargo de la sucursal en Zaragoza. Tenía mis dudas de si establecerme allí
definitivamente o ir y venir a Madrid, pero ahora ya lo tengo claro….”
“¿ Y tu familia? ¿ a tu mujer no le importará venir a vivir
aquí?”
“ Sabes, no llegué a casarme…los meses que pase con ella antes
de la boda desde que volví de Londres
fueron un suplicio. No hacíamos más que discutir, no coincidíamos en
nada. Al final rompimos de común acuerdo y es lo mejor que pudimos hacer. Pero,
¡ tenías que haber visto cómo se pusieron nuestros respectivos padres con la de
dinero que llevaban gastado!
Epílogo
El tren hace su entrada puntualmente en la estación
Delicias. La mujer que camina por el andén agarrada del brazo de Lorenzo, es
otra Dora. Sus ojos, de un penetrante color verde, y su sonrisa, que siempre le
han conferido un encanto especial, dejan traslucir la ilusión que la embarga ante la nueva perspectiva que le
ofrece la vida.
Me gusta mucho más leído que escuchado. Y eso que mira que lees bien...
ResponderEliminarGracias, Eva. por tus elogios. Me alegro que te haya gustado.
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