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Andanzas de unos zapatos rojos

 

                   Andanzas de unos zapatos rojos

Desde niña, Berta siempre había sentido una especial fascinación por los zapatos. Quizás le influyó una fotografía del álbum familiar en la que aparecía su madre, de unos seis o siete años, sentada muy erguida sobre una banqueta y peinada con tirabuzones. En la foto, de tonos sepia, llamaban poderosamente la atención, además de sus enormes y expresivos ojos, los zapatos, trenzados en rojo y blanco y con trabilla, que ella lucía orgullosa con los pies ligeramente cruzados. Su madre le había contado que aquellos zapatos fueron motivo de un sonado escándalo en la familia porque habían costado la exorbitante cantidad de veinticinco pesetas de la época. La fotografía se la habían hecho para presentarla a un concurso de belleza infantil, que finalmente había ganado un niño gordinflón y mofletudo.

Volviendo a la historia de Berta, paseaba un día por un céntrico pasaje de la ciudad cuando se detuvo a contemplar el escaparate de la zapatería El Cisne. Su mirada se posó, entre todos los zapatos que allí se exhibían, en unos topolinos rojos. Entró decidida en la tienda, dispuesta a hacerse con ellos costasen lo que costasen. Su entusiasmo se desinfló un poco cuando la dependienta le informó de que el único par que quedaba eran de un número más pequeño que el suyo.  Pero, pertinaz como era Berta cuando se empeñaba en algo, se dijo que eso no era un gran inconveniente y salió satisfecha de la tienda  con el paquete colgando de su brazo.  Los estrenó el sábado siguiente, impaciente por ver la envidia en la cara de sus amigas.  Esa noche regresó a casa con los zapatos en la mano y los pies destrozados. Tras dos o tres intentos de volver a ponérselos, tuvo que admitir que sus pies no soportarían ni un minuto más de tortura y los relegó al fondo de un armario

Al cabo de un tiempo, Berta se trasladó a trabajar al extranjero y su madre decidió un día hacer limpieza general y poner orden en aquel caos que su hija había dejado. Al abrir una caja, se tropezó con los zapatos rojos y recordó, esbozando una sonrisa, con qué ilusión se los había enseñado al llegar a casa con el paquete y  con qué rapidez se había olvidado de ellos. Así de voluble era Berta. Observó los zapatos. Estaban como nuevos. En su momento, había recriminado a su hija por lo caros que le habían costado. Se le ocurrió que podría llevarlos a algún rastrillo o tienda de segunda mano.

 

Eran las ocho y media. Mateo echó la persiana de su pequeño establecimiento en el casco viejo. Juana, la dueña de la tienda de ropa de segunda mano al lado de la suya, se disponía a hacer lo mismo.

-          Espera un momento, Juana. Quería pedirte un favor. ¿Tienes prisa?

-          Hola, Mateo. No, díme.

-          Dentro de unos días es el cumpleaños de Paula, ya sabes, mi chica. Como le gusta tanto lo “vintage”, había pensado que quizás tú me podías ayudar…

-          ¡Claro!.  Pues estás de suerte. Precisamente el sábado me dí una vuelta por un rastrillo parroquial y encontré unas cuantas “joyas”. Entre ellas unos zapatos rojos que estoy segura que le encantarán. Los tengo en el almacén. Mañana te los paso…

Mateo buscó una caja. La envolvió y la adornó con un lazo rojo. Se los daría por la mañana, en cuanto se despertara…

-          ¡Son preciosos, Mateo! Pero, ¿cómo has sabido …? Me están que ni pintados…

-          Pues por pura casualidad. Me los vendió Juana, la de la tienda de al lado. Te quedan muy bien. ¿Te los pondrás esta noche?

-          No, prefiero llevarlos antes al zapatero para que les ponga algo de goma en la suela y no me resbalen. Ya sabes lo patosa que soy…

Pero Paula nunca llegó a ponerse aquellos zapatos.

Rosa iba de vez en cuando al pequeño local en el que su tío trabajaba como zapatero remendón. Le gustaba curiosear entre  los cajetines y herramientas y echarle una mano en lo que podía.

-          Y ¿esos zapatos, tío?

-          Los trajo hace tiempo una mujer joven, pero aún no ha venido a recogerlos.

-          ¡Son chulos! Lo que yo daría por tener unos zapatos así, y además rojos.

¿Me dejas que me los pruebe?

Su tío iba a protestar y a pedirle que los dejara en su sitio, cuando entró un joven con un papelillo en la mano.

-          Buenos días. Creo que este resguardo es de unos zapatos que se trajeron a arreglar aquí. Y si no me equivoco son los que lleva usted en la mano.

-          Sí, - respondió Rosa azorada, mientras comprobaba el papel- los había cogido para quitarles el polvo. Como llevan aquí tanto tiempo….

-          Bueno, lo siento. Es que el resguardo lo encontré ayer por casualidad. Solo venía a pagar el arreglo. Los zapatos se los pueden quedar. Yo ya no los quiero para nada.

Y así, los zapatos rojos encontraron por fin unos pies en los que acomodarse que los llevarían quién sabe por qué derroteros.

 Talita  (Pilar Bastarós)

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