Las llaves de la libertad
- - Toma Irene. Aquí tienes un llavero con las llaves de casa. Ya tienes edad para no tener que llamar al timbre ni depender de que haya alguien para entrar o salir cuando quieras.
Irene no recuerda el momento exacto en el que su madre le
dijo aquellas palabras al tiempo que le entregaba un llavero plateado con su
inicial del que pendían tres llaves: la del portal, la del resbalón y la del
cerrojo, ah y una pequeñita del buzón.
Pero sí tiene muy presente que las llaves siempre han
significado en su vida pequeños hitos de autonomía, independencia y libertad.
Esas sensaciones las experimentó por primera vez cuando le
dieron las llaves de su primer coche, un Renault cinco, verde metalizado. Irene
se había sacado el carnet de conducir diez años antes, en cuanto cumplió los
dieciocho. Pero, salvo dos breves salidas con el coche de su padre, llevándolo
a él de copiloto, que terminaron con los dos enfadados y sus nervios deshechos,
no había vuelto a ponerse al volante. Así que decidió que sería conveniente dar
unas clases para coger un poco de práctica. Al cabo de una semana, el profesor
de la autoescuela le pidió que parara el
coche. Y se bajó no sin antes decirle:
- - Ahora vas a conducir tu sola. Hazlo
por dónde mejor te parezca, pero no te quiero ver de vuelta hasta dentro de una
hora por lo menos.
El miedo la paralizó unos momentos, pero se sobrepuso y, al
hacer girar la llave en el contacto y arrancar, la invadió al instante una
sensación de dominio y libertad.
La segunda ocasión en la que unas llaves significaron para
Irene un impulso definitivo para su independencia fue cuando le hicieron
entrega de las llaves de su piso. Su mano temblaba de emoción al introducir la
llave en la cerradura. Tardaría aún algún tiempo en convertir aquellos pocos
metros cuadrados que tanto esfuerzo le había costado conseguir, en su verdadero
hogar, pero se sentía muy satisfecha de disponer por fin de su propio espacio.
Por aquel entonces ya se hablaba de los “niños llavero”.
Niños de corta edad, cuyos padres están sujetos a unos horarios laborales
imposibles, que cuando salen del colegio y abren con su llave la puerta de
casa, se la encuentran vacía y tienen que comer, hacer los deberes o jugar
solos durante unas cuantas horas más.
Por fortuna, Irene nunca padeció ese sentimiento de soledad.
Cuando de niña regresaba a casa del colegio, siempre encontraba allí a su madre
solícita y acogedora.
A Irene las llaves también le habían
dado siempre cierta seguridad. Hubo una época en la que salía tarde de
trabajar. Las pocas personas que terminaban a la vez que ella, se dispersaban inmediatamente
en distintas direcciones y las calles, sobre todo en los meses de invierno, se
quedaban desiertas. Irene apretaba el paso, su mano izquierda en el bolsillo
del abrigo sujetando las llaves, para no tener que detenerse a sacarlas del bolso.
Cuando llegaba al portal, lo abría presurosa con la llave ya dispuesta y cerraba tras ella. Respiraba aliviada. Sólo
entonces se sentía a salvo.
(Pilar Bastarós)
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