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DESDE LA VENTANA DE MIS RECUERDOS

Por Ricardo Tejero       
                                              
Después de despedirnos  del pobre Agustín, dejando el campo santo y de regreso al coche, para volver a Madrid, me desvié por la calle Del Pilón. Y dando un poco de rodeo por las eras me fui a visitar La Casa del Herrero, como así llamaban a la abandonada casa de mis abuelos.
Me acerque a la ventana que daba a la cocina. La ventana estaba rota y medio abierta. La forcé un poco para abrirla del todo. Aparté con repelús un jirón que quedaba de la vieja cortina de lino e incline mi cuerpo para poder asomarme a su interior. Un olor a abandono salió a mi encuentro y pude oír el silencio que habitaba la sala. En su interior solo se veía polvo. Ese polvo que convivía con el silencio y que había decorado todo a su antojo. A duras penas apreciaba el color de la alacena. Tampoco el de  la lata de Colacao, donde guardaba mi abuela las galletas, que reposaba al pie de la vieja mesa que se arrodillaba sobre el suelo. No sé, si por hacerla compañía o por los años.   Sobre la cocina estaba la vieja olla de barro partida por una vigueta. Los residuos de su último servicio esparcidos por el fogón me provocaron un regustillo amargo.
Tenía como una madeja de lana oprimiéndome el pecho, por la tristeza, y como queriendo evitar que se me cayeran las lágrimas, cerré los ojos y pude verlo todo muy claro.
La cortina, de color verde y blanca, me acariciaba suavemente la cara, mientras metía la cabeza en busca de  mi yaya en el interior. A mi encuentro salió el olor a patatas con bacalao, que me hizo salivar de gusto. Seguro que las estaba haciendo, porque sabia que me encantaba como las hacía. Podía ver la lata de Colacao, seguro que recién llena, sobre la alacena blanca con puertas verdeazuladas. Sobre la mesa engalanada con el hule nuevo   ya estaba  la ensalada. Del fondo venía el zumbido. Era la máquina de afeitar Philips de color gris y dos cuchillas de mi yayo.
De mi interior salió un silencioso chillido. -¡Yayaaa, yayooo!



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