Por Ricardo Tejero
Volvía del
médico y volvía con un achaque más. Esta vez era soriasis. Parecía una avería
sin importancia, como decimos los mecánicos, un problemilla de chapa y pintura.
Pero no, si lo añadimos a la extensa lista de azúcar, próstata, hipertensión,
artrosis, etc.
Me estaba acordando de mi amigo Jesús,
que cachondo, cuando se lo he comentado, me ha soltado –Como digo yo,
amigo Pablo. Más vale tener que no desear.- En parte tenía razón, le
habían amputado una pierna, el año pasado, y ahí estaba con sus muletas como un
campeón. Petanca, biblioteca, cursillos, museos, viajes y bar.
Volví a mi
realidad, y me acordé que me tenía que tomar la pastilla de la tensión, que me
estaba orinando y no sabía si llegaría a casa a tiempo y lo que es peor, si
allí podría o no podría despacharme a gusto. Y el maldito ascensor seguía
ocupado.
“Tilín”.
Ya estaba aquí. Se abrieron las puertas correderas del viejo ascensor verde. Y
de su angosta estrechez bajo un tipo, grande como un toro, con mono gris y un
forro polar naranja fosforescente, bueno negri-naranja. El tipo tenía pinta de
mecánico, o quizás fontanero, pero olía a una mezclina de sudor, óxido de
hierro y grasa usada.
De
repente, aquella mezcla de olores, me recordó al pobre Tomasete, y no pude por
menos que cerrar los ojos y oler profundamente. Me vino a la mente el taller de
Manolo, El judío como lo llamábamos.
Qué
tiempos aquellos, estaba hecho un toro. Mis compañeros me llamaban, El
Ternero. Me comía los bocadillos de barra y un litro de cerveza para almorzar.
Subía las escaleras corriendo y después de trabajar, me iba al gimnasio o con
Pilar, según si tenía clase o no.
Viendo
mentalmente esa foto, ahora sería el negativo de lo que fui. El pan ni
probarlo, el alcohol a escondidas. Los escalones ni subirlos, ni bajarlos y el
gimnasio para rehabilitación. Y mi Pilar, tampoco está conmigo.
Pero, me
dio gocico recordarlo. Me dio tiempo de sonreír y de lagrimar. Todo ello en los
veinte segundos, de mi mini viaje.
Comentarios
Publicar un comentario