por Miguel Angel Marín
Dicen
los viejos que el hombre se creyó Dios y que Dios lo castigó. Que unos sabios
inventaron artilugios que nos permitían volar –puro cuento-, que fabricaron seres
mecánicos y que intentaron incluso crear hombres nuevos, perfectos y que no
enfermasen.
Todo
esto me parecen invenciones, leyendas sin fundamento.
Ni
yo, ni mi padre, ni el padre de mi padre hemos conocido otra cosa que una vida
de trabajo duro, de privaciones y hambre, de frío en invierno y calor en el
verano, cuidando de las cuatro cabras entre riscos pedregosos, en esta tierra
yerma, seca y solitaria, durmiendo en cabañas cochambrosas y teniendo como
única posesión unos harapos con que vestir, una honda con que defendernos del
lobo y un zurrón en que guardar algo de comida.
Y
siguen diciendo que en los buenos tiempos la vida era regalada, que la gente apenas
tenía que trabajar, que vestían ropajes finos, que habitaban casas de piedra
tan altas como montañas, que tenían agua y luz todas las horas del día y de la
noche, que ellas solas se calentaban cuando hacía frío y se refrescaban cuando
apretaba el calor. Que tenían más comida de la que podían comer y toda la
bebida que quisieran. -¡Qué fantasías!-.
Y
preguntado ¿cómo entonces hemos llegado hasta esto? Me contestan que aquellos
hombres, a pesar de todos sus conocimientos, también eran necios, que por
indolencia envenenaron los ríos, la tierra y el aire y que Dios, viendo como
habían tratado su obra, los castigó.
-
¿Tú
lo viste?- Pregunté.
-
No,
yo no, pero el padre del padre del padre de mi padre sí, y nos lo contó para
que lo recordásemos.
No. No me lo
creo. La vida es trabajo duro, sinsabores, algunas (pocas) alegrías como yacer
con mi mujer en los días de fiesta, sacar adelante a los hijos, envejecer,
enfermar y morir. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. La vida es
sobrevivir. Y esto será así mientras el mundo sea mundo, mientras durante el
día sigan calentando los tres soles y por la noche sigan brillando las dos
lunas.
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