por Miguel Angel Marín
Me arde el estómago. He dormido
fatal. De un tiempo a esta parte no me encuentro nada bien. Tengo cefaleas y me
duele todo el cuerpo. Pienso que en cuanto me recupere me marcharé lejos, quizá
al Caribe. Subo por la calle Mendoza cuando de pronto, ¿pero qué es eso? Desde
detrás de una farola surge Loreto. Está horrible. Me quedo paralizado. Me toca
con sus manos frías y con los ojos inyectados de odio me escupe unas terribles
palabras.
Estoy agotada. No puedo con mi
alma. Pero debo aguantar. Solo un poco más. Sé que no debería estar aquí pero
quiero ser yo quien le dé la noticia. Solo el odio me mantiene en pie. Ya lo
veo acercarse calle arriba. Maldito sea. Salgo a su encuentro. Me ve. Me
reconoce. Le toco la mano y con mi último suspiro le suelto aquello que venía a
decirle.
Bajo por la calle Mendoza. Son las
nueve menos cuarto. Voy camino al hospital,
deprisa pues llego tarde, cuando veo a un hombre de mediana edad que
sube por la calle hacia donde estoy. Me fijo en él por su aspecto desaliñado,
su mirada perdida y su mal color. Pienso: “a este le quedan solo dos
telediarios”.
Cuando ya está a pocos metros de
mí, se para en seco, abre mucho la boca y los ojos, se toca el corazón y se
desploma sobre la acera. Corro para atenderle.
Aníbal sube por la calle Mendoza.
Se le ve enfermo. Su conciencia lo está martirizando. De pronto, tras una
farola, surge una mujer. Lleva un vestido roto y manchado de sangre. Es el
espectro de Loreto, su mujer, a la que tan vilmente asesinó. Al verla, dibuja
una mueca de espanto. Ella agarra su mano y le dice:
-
Hoy nos encontraremos en el infierno.
Es suficiente. Un fuerte estallido de su corazón y cae
desplomado al suelo.
Un joven médico se acerca corriendo para intentar ayudarle,
pero es en vano.
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