por Miguel Angel Marín
Era un hombre achaparrado que
vestía de oscuro y se cubría con una boina. Tenía las manos grandes y callosas
propias de una vida de trabajo duro en la obra. Los ojos grises y la sonrisa
franca y limpia. Olía raro, a persona mayor. Todo en él era bonhomía: afable,
sencillo, bueno y honrado.
Me sacaba de paseo y yo
disfrutaba mucho de su compañía. Hablábamos de fútbol y de motos, ¡se conocía
todas las marcas! Me llevaba al parque grande y me enseñó a coger piñones. Se
me daba bien localizarlos. Cada vez que encontraba uno, como si de un tesoro se
tratase, sentía una explosión de alegría. ¡No veas cuando en una ocasión
encontramos una piña entera repleta de ellos! Cuando reuníamos un puñado,
buscábamos dos piedras planas, los cascábamos y nos los comíamos con fruición,
como si el mejor manjar del mundo fuera.
A mi abuelo, como a mí, le
gustaba mucho el fútbol. Se traía una pelota y jugábamos a “recatear” y chutar.
Además, quería enseñarme las
letras. Me mostraba la cartilla y empezaba:
-
La P con la A: PA; la P con la E: PE…
Pero yo solo quería seguir jugando con la pelota y le
contestaba:
-
No tengo mirar…
En una ocasión, debía andar yo un poco enfadado por su empeño
en lo de las letras, cuando me percaté de que estaba agachado recogiendo algo
del suelo. Ni corto ni perezoso le di un buen empujón y el pobre abuelo, que no
se lo esperaba, cayó de bruces tan largo era (que no era mucho). No sé por qué
lo hice y creo que me arrepentí enseguida porque aquel buen hombre no se merecía ese trato.
Recuerdo volver a casa de su mano, él enfadado, diciéndome
que se lo diría a mi padre para que me castigara sin ver “El santo”. Y yo,
llorando, temeroso del castigo de mi padre y profundamente arrepentido le
repetía:
-
Por favor, abuelo, no se lo digas.
Se fue poco después, siendo yo aún muy niño. Todavía hoy sigo
arrepintiéndome de aquello.
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