por Miguel Angel Marín
Salgo a fumar un pitillo. Para
mitigar el tedio. Frío intenso. El aire es puro a esta altitud. La soledad,
buscada.
Las antenas del observatorio
astronómico se elevan cientos de metros sobre la cumbre de la montaña. Son como
orejas blancas de un gigante dormido.
Necesitaba tiempo para pensar. En
Madrid, con tantas distracciones, era imposible. Por eso solicité este puesto
en Canarias. Lejos de todo. Sin ruido.
Me siento bien. Tranquilo. Un
buen lugar para reflexionar. Ver mi vida en perspectiva. Decidir qué hacer a
partir de ahora.
Lucía me dejó malherido. En mitad
de aquella cena, la bomba.
-
He conocido a alguien.
La tierra se abrió bajo mis pies.
Aquí el trabajo es sencillo. Casi todo funciona de forma
automática. Comprobar que todos los sistemas operen adecuadamente, registrar
datos, anotar incidencias. Un día tras otro. Ya llevo así dos años. Una labor
aburrida. Justo lo que quería. No sé hasta cuándo.
De pronto suena una alarma. Salto de la silla. Las
impresoras empiezan a escupir datos sin parar. Las gráficas habitualmente
planas se llenan de picos y valles. Analizo rápidamente el origen de la
incidencia. La antena vigilaba una zona del cosmos donde no debía haber nada.
Pero a una distancia de unos 3 años luz, algo hay.
-
Pero ¿qué es esto?
Imposible. Parece una transmisión. Se repite cada diez
segundos. No puede ser aleatoria. Mi corazón bombea a mil. Reviso los datos
recogidos. Grupos de ceros y unos que se repiten. Hago una copia y les paso un
descodificador. Un antiguo formato de video. Alucino. ¿Me atreveré a verlo? Abro
el archivo. Un batiburrillo de imágenes sin sonido en blanco y negro. Las
identifico. Son antiguas emisiones de televisión de los años sesenta. De pronto
se incorpora el sonido. Como un collage, con imágenes y sonidos tomados de aquí
y de allá surge el mensaje:
-
Socorro, las langostas nos atacan.
Eso es todo.
Se acabó la paz.
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