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Tormenta infinita



Por Eva Fernández

El viento silbaba y golpeaba el cristal de las ventanas.  Las paredes crujían.  La casa se quejaba de la lluvia constante con ventanas que se abrían y cerraban con estrepitoso estruendo de cristales rotos.  Para aplacar el temporal, nubes negras y espesas descargaban desde hace días todo su contenido.  Las calles habían convertido en ríos turbulentos de agua achocolatada que arrasaban a su paso con los árboles de las aceras y de las plazas, los bancos del parque, los coches aparcados y con cualquier objeto susceptible de convertirse en una cáscara de nuez a la deriva, sin capitán que manejara el timón.  Mientras, los humanos contemplábamos atónitos desde las atalayas de nuestras de nuestras viviendas el fin del mundo.
Descorrí la cortina y me asomé.  La tormenta duraba ya cuarenta días.  No había habido tregua en todo ese tiempo.  El decreto de alarma por situación catastrófica emitido por televisión antes de que dejara de emitir señal prohibía salir de casa en cualquier circunstancia.  Por suerte me había pillado bastante abastecida, aunque los estantes del frigorífico después del mes largo de confinamiento estaban ya casi vacíos y los cajones del congelador pronto estarían desocupados. Todos los comercios permanecían  cerrados, las cosechas perdidas, y, al ser una tormenta de proporciones desconocidas, ─la situación era la misma en todo el planeta─ el acopio de víveres se había convertido en una guerra sin cuartel.
La única vía de alimentar a la población era el ejército, que el Gobierno había desplazado por todo el país convirtiendo a los militares en una ONG, que se aplicaba en reunir a los vecinos en polideportivos, centros municipales y otros equipamientos públicos, mediante el reparto de raciones energéticas, reservadas para las crisis alimentarias del fondo de cooperación para países en vías de desarrollo.   
Si nosotros estábamos así, ¿Cómo estarían ellos?  Puede que mejor, me dio por pensar.  Puede que se adapten mejor.  Puede que la naturaleza haya estallado de rabia por nuestro maltrato continuado desde que la revolución industrial apareció para despreciarla y castigue al mundo desarrollado, rico y prepotente.
Aun así me resisto a ir al centro deportivo de mi barrio como una indigente cualquiera.  No voy a ir mientras me quede un grano de arroz que llevarme a la boca.  No. Vinieron dos soldados en un camión blindado a buscarme, pero me negué.  Soy vieja y no tengo nada que perder, solo mi dignidad.  Me dijeron que no volverían y han cumplido su palabra.  No han regresado.  Soy la única vecina de la calle que no han evacuado.  
Nuestra casa murmura lamentos imposibles y las paredes lloran.  Hay charcos de agua en el interior que recojo continuamente con la fregona.  No sé si es la lluvia o si de verdad la casa me está pidiendo que me vaya para derrumbarse tranquila.     
Finalmente, decido hacerle caso.  Le doy un beso a la foto de boda colocada en la mesilla.  ¡Estábamos tan guapos y tan contentos!  ¿Me valdrá el vestido de novia?  No me lo he vuelto a poner desde aquel día.  Lo saco de su funda y también protesta.  Huele fuerte a naftalina.   ¿Me estaré volviendo loca?  Eres el único con el que hablo desde hace días pero ya nunca me contestas.  Desde que he dejado de poner flores en tu tumba, no me dices nada.
Me miro en el espejo mientras acerco el cuerpo del vestido a mi pecho.  ¡Era tan bonito!  Amarillea y se ve pasado de moda.  Y el reflejo me devuelve la misma mirada de la fotografía, pero ya no soy la misma persona.  Lo dejo en su sitio. “Lo siento” Le susurro, mientras acaricio la funda de plástico.
Al lado, en otra funda, está el vestido verde que tanto te gustaba.  Me lo pongo.  A mí también me parece precioso.  Y aún me sienta bien.
─La que de verde se atreve por guapa se tiene.─ Decías siempre que me veías con él. Acaricio sus pliegues y me giro para contemplarme por detrás en el espejo.
Suspiro.  Me siento en la cama para abrocharme los zapatos.  Un relámpago ilumina la habitación, un trueno hace temblar todos los cristales que quedan y las lámparas se balancean.  Se va la luz.
No importa, tus rincones y tus secretos me pertenecen.  Puedo avanzar sin tropezar con el mobiliario en la oscuridad.  Las llaves están puestas en la puerta principal.  Tintinean cuando giro el manojo en la cerradura, pero no me da tiempo ni a cerrarla cuando salgo.  La corriente me abraza y me arrastra antes de  abalanzarse sobre ti saqueando todo a su paso.
Mi maltrecho cuerpo se golpea con piedras, ramas y toda clase de objetos mientras gira sin control en medio del cauce desbordado, que avanza desesperado buscando una salida. A punto de explotar, mi cabeza sale a la superficie.  Noto como el vestido  se engancha en una rama y se rasga, antes de que se abra paso entre mis costillas y me perfore el pulmón. Tengo el tiempo justo de tomar una última bocanada de aire, que se perderá en mi torrente sanguíneo.  Herida de muerte, braceo desesperada.  Aún  alcanzo a ver en la lejanía la silueta del tejado, que no ha sucumbido a la avalancha.
Las fuerzas me fallan, contemplo atónita como el barro que me rodea se tiñe de la  sangre que me abandona, una nube siniestra en la que me sumerjo, ya semiinconsciente, y me dejo fluir hasta que mis pulmones se llenan de esa agua arcillosa, y me fundo con ella descansando en el fondo silencioso.
─112, ¿digame? 
─Acabo de ver pasar por mi puerta una mujer arrastrada por la corriente… ¡Tienen que rescatarla! ─ Grita una voz alterada al otro lado del teléfono.
─De acuerdo, dígame la dirección por favor…
Han pasado tres días desde que la corriente me arrastró.  En medio del naufragio volviste a hablar conmigo, la bronca fue monumental. ¡Cómo se me ocurría!  No debía abandonar.
            Ahora solo escucho un zumbido, un sonido sordo y acompasado.  Con el ritmo que marca el aire entra y sale de mis pulmones en una danza dolorosa.  A lo lejos se oyen voces:
            ─Parece que sus constantes vitales mejoran.  Cuando despierte, intentaremos retirar la respiración asistida.

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