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Aquel día no se mojó los pies

 

                                  El hombre del lago

Pero aquel día Ramiro no se mojó los pies. Todas las mañanas, al salir de su casa para ir al trabajo, Ramiro daba un rodeo y se dirigía al lago antes de acudir a la carretera para tomar el autobús. Allí se acercaba a la orilla, se sentaba en el mismo pedrusco, se quitaba los zapatos y calcetines que dejaba, cuidadosamente alineados, sobre la piedra, se remangaba los pantalones y despacio introducía sus pies en las tranquilas y límpidas aguas del lago.

Fuera invierno o verano, Ramiro nunca dejaba de cumplir con su ritual. Sin embargo, aunque el sol abrasador de los días más tórridos caldeasen las aguas del lago e hicieran apetecible darse un chapuzón, Ramiro nunca adentraba su cuerpo más allá de sus enjutas canillas. No sabía nadar y, aunque el agua le atraía como un imán, le producía un inexplicable temor. Si, en alguna ocasión, una ligera brisa hacía ondear la superficie del lago, rápidamente retrocedía a la orilla, asustado y tembloroso, como si las aguas lo fueran a engullir.

Ramiro siempre había sido retraído y callado. Cuando tuvo edad suficiente para abandonar la escuela, su padre lo llevó a la ciudad y lo colocó de aprendiz en un taller de carpintería. Era responsable y trabajador y con el tiempo llegó a ser oficial de primera.

Había vivido con sus padres hasta que éstos murieron, víctimas ambos de un virus pernicioso, que él también padeció, aunque logró sobrevivir sin más secuelas que el profundo dolor que le produjo la pérdida de sus padres. Ramiro siguió viviendo en la casita que su padre había construido al fondo del valle y siguió cultivando en el  pequeño huerto las verduras y hortalizas que su madre había plantado para contribuir al sustento familiar.                

Fueron tiempos difíciles. Cuando las aguas del lago mojan sus pies, Ramiro recuerda los años de su infancia y adolescencia en los que el dinero no llegaba para comprar unos  zapatos nuevos. El único par que tenía había que guardarlo para los días de fiesta y que no se desgastasen. Además se le habían quedado pequeños y le apretaban demasiado.   Así que casi siempre andaba con alpargatas o descalzo y, al regresar a casa, se acostumbró a pasar antes por el lago para refrescar sus maltratados pies. Ahora, ese ritual cotidiano lo reconcilia con su pasado y le produce una sensación nostálgica pero placentera.

Esa mañana Ramiro tomó como siempre el sendero bordeado de robles. Pero, antes de llegar a la orilla, oyó una especie de gemido quejumbroso que le paralizó por unos instantes. Provenía de unos matorrales cercanos. Acercándose con cautela, descubrió que allí yacía una joven malherida. Sus ropas desgarradas dejaban entrever un cuerpo que a Ramiro le pareció hermosísimo y su rostro, a pesar de la sangre y la suciedad, el  más bello que había visto nunca. La contempló unos segundos sin saber qué hacer, pero la ira que le produjo el pensar en qué canalla podía haber sido capaz de hacer algo tan monstruoso, le hizo reaccionar. Se quitó la cazadora y cubrió con ella el cuerpo desnudo de la joven, apoyó su cabeza lo mejor que pudo en un manto de hojas, le susurró unas palabras de consuelo y ánimo y corrió hacia la carretera en busca de ayuda…..

Aquella mañana Ramiro no se mojó los pies

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