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El Monaguillo: Pepín

             

Domingo, media hora antes de la misa de doce.

Mosen Nicolás recorre la sacristía de la iglesia de San Pedro a grandes y rápidas zancadas que provocan un revuelo en su sotana. Está impaciente y su enojo le hace fruncir el ceño. Por fin, aparece Pepín, todo sudoroso y sonrojado.

-¡Por los clavos de Cristo! ¿Se puede saber dónde te has metido desde que terminó la misa de ocho?, - exclama el mosen al tiempo que le da un pescozón.

- Me lo tendrás que explicar y prepárate para una buena penitencia. Ahora no hay tiempo. Venga, ¿a qué esperas? Ayúdame con la casulla, y tú adecéntate un poco, que se diría que has pasado por un lodazal. Y a ver si te esmeras más en el servicio del altar, que siempre estás en babia y tocas la campanilla a destiempo. Señor, Señor, ¿qué habré hecho yo para merecer esto?_ murmura para sus adentros mientras Pepín intenta recolocarse la sobrepelliz sobre la sotana roja y esconder bajo ella sus zapatos embarrados

Ahora Pepín agradece haberla heredado de su antecesor, Florián, un chico paliducho y espindargo, ojito derecho del mosen, que se ha ido a seguir estudios en la ciudad. Pepín sólo tiene once años, todavía le queda bastante por crecer, así que tiene que ceñirse la sotana con un cíngulo para no arrastrarla y hacerse tres dobleces en las bocamangas para poder sacar las manos.

Aunque Don Nicolás lo reprende continuamente y no puede evitar las comparaciones con su anterior monaguillo, siempre, claro está, en detrimento de Pepín, tiene que reconocer que el hijo menor de la Eufrasia, el ama, es un buen zagal.  Es espabilado, no se le dan mal los estudios y entona bien los cánticos.

-         Si no tuviera tantos pájaros en la cabeza, -se lamenta el Mosen-no estaría tan atolondrado y no se le iría el santo al cielo.

Los pájaros los tiene Pepín no solo en la cabeza, sino en alguna otra parte de su cuerpo porque, a pesar de su corta edad, ya le tiran las faldas. Las mocicas  salen al  patio de la escuela todas las mañanas y verlas revolotear en corro y oír sus alegres chácharas, le produce un irresistible cosquilleo. Ha cogido la costumbre de acudir al camposanto que está detrás de la iglesia y encaramado a una escalera, las contempla al otro lado de la tapia. Los domingos también van, antes de la misa, y hoy Pepín ha conseguido que Martita, la hija de la señora Tomasa, se acercara a la tapia y le prometiera verlo después…

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