Tras las
huellas del volcán
Ismael se
levantó aquella mañana ilusionado y pletórico. Al fin podrían instalarse en su
nueva casa, la que había levantado ladrillo a ladrillo con sus propias manos.
Es verdad que había contado con la ayuda de sus vecinos, pero en reciprocidad,
él también les había echado una mano. Y, en los últimos tiempos, su hijo mayor
también había colaborado en las tareas menos arduas. La tarde anterior plantó
unos geranios junto a la entrada y colocó unas flores en la mesa de la cocina.
No había querido que su mujer, Naira, apareciera por allí hasta que estuviera
todo terminado y pudieran trasladarse con toda la familia. Abandonar para
siempre el cuchitril donde habían sobrevivido durante los últimos seis largos
años, uno de los treinta barracones prefabricados a toda prisa por la comunidad
para dar cobijo a treinta familias que, como tantas otras, se habían quedado
sin techo. Allí habían nacido sus otros dos hijos. Naira estaba embarazada de
siete meses cuando tuvieron que abandonarlo todo. Ni siquiera le dio tiempo a
recoger la ropita que tenía preparada para el bebé. Le pusieron el nombre
guanche de Maday, que significa amor profundo y, aunque llegó al mundo
sietemesino, quizás por el sobresalto y el ajetreo de aquellos días, pronto
recuperó peso y se crió como un niño sano y alegre. Después Iroya, que ahora
acababa de cumplir dos años, vino a colmar la ilusión de Naira de formar una
familia numerosa y de tener una niña. Fueron tiempos muy difíciles y, aunque
lentamente las cosas fueron mejorando, hizo falta echarle mucho coraje y tesón
para salir adelante. Ismael era un buen oficial de albañilería y, en cuanto
comenzaron las labores de reconstrucción y construcción de nuevas viviendas, no
le faltó trabajo, tanto que tenía que robarle horas al sueño y al descanso para
poder dedicarlas a construir su propia casa.
-
¿Cuándo estará terminada?
¿Por qué no me dejas ir a ayudarte
o, al menos, verla? insistía Naira impaciente un día y otro.
-
Ya falta menos. Sólo te pido un
poquito más de paciencia, le susurraba Ismael al oído, muerto de cansancio, pero siempre risueño,
mientras le acariciaba su negra cabellera y refugiaba la cabeza en su pecho.
Hasta entonces se había resistido a desvelar la sorpresa.
Pero todos sus esfuerzos se verían compensados si esa mañana conseguía devolver
al rostro de Naira aquella amplia y franca sonrisa que nunca debió ser
reemplazada por la expresión de incredulidad y profunda tristeza que la embargó
y la hizo enmudecer. No dijo nada, no gritó, sólo dejó que unas silenciosas
lágrimas anegaran sus ojos, cuando avisados de urgencia por la guardia civil,
se vieron obligados a dejar atrás toda su vida.
Hacía varios días que en toda la isla se venían sintiendo
abundantes movimientos sísmicos, a los que, a pesar de las advertencias de los
vulcanólogos, no les daban demasiada importancia. Ya habían ocurrido en
repetidas ocasiones y no había pasado nada. La intranquilidad les invadió
cuando comenzaron a evacuar las primeras casas. Y el mediodía del domingo
diecinueve de septiembre ocurrió lo que no habían querido creer: el volcán
desató toda su furia contenida. El estruendo era tan ensordecedor que
sobrecogía el ánimo, el humo y las cenizas cubrieron toda la isla y la lava
implacable formó ríos de fuego que devoraban todo lo que encontraban a su paso.
Ismael y Naira, abrazados a su hijo Airam, contemplaron desolados cómo su casa
desaparecía bajo el torrente ígneo. Pero, en aquel momento, Ismael se juró que,
pasara lo que pasara, nunca abandonaría la tierra que lo había visto nacer,
donde tenía sus raíces y en la que quería vivir y morir, su isla bonita.
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