Ir al contenido principal

La mirada de Leonor

Por Eva Fernández

Los amplios ventanales del Palacio están abiertos, los visillos ondean como velas blancas bajo los pesados cortinajes de tela brocada, se escucha el sonido del viento entre los cipreses de los jardines, y a mis pequeños reír y corretear con sus amas de cría y sus doncellas.
Lo que no esperaba ver es a esos monjes en el jardín.  Estoy en mi recámara, haciéndome la última prueba del vestido de gala para el retrato que me está haciendo Bronzino, el pintor de la corte…  Qué tedio posar de nuevo, pero es una forma de dar a conocer nuestro poder y el mecenazgo del ducado.
Si no somos queridos en Florencia, al menos, que nos respeten, nos admiren, y, -si es necesario-, que nos teman.
Acabamos de mudarnos al Palacio Pitti, y mi esposo, el duque Cosme I de Medici, ya ha encargado numerosas reformas, que, naturalmente, deberé supervisar, a pesar de estar de nuevo encinta, y de tener programado un nuevo viaje a Nápoles, pues no debemos descuidar nuestra buena relación con el emperador, ahora que Cosme va a ser nombrado Gran duque de la Toscana.
-       ¡Leonor, venid inmediatamente!
Es mi esposo, de mal humor, como de costumbre.  Atraviesa el corredor en grandes zancadas, mientras le oigo gritar a su capitán, Alessandro Vitteli, que no se pueden amedrentar, que Piero Strozzi debe morir.
Me bajo del pedestal donde me están tomando medidas para el vestido, y me visto deprisa, ayudada por mi doncella.  Acudo presta.
-          ¿Qué sucede? – Pregunto entrando por la puerta de la sala, mientras saludo  con un leve movimiento de cabeza al Conde Alessandro, su compañero de armas al mando de sus tropas.

-          ¿Cómo podéis tener las ventanas abiertas, con vuestro delicado estado de salud? -su ayudante de cámara se apresura a cerrarlas. - Quería consultaros sobre nuestras opciones en el campo de batalla.
En efecto, mi salud es precaria, sufro de tuberculosis, y una de las razones de haber cambiado nuestra residencia al Palacio Pitti, es poder disfrutar un poco del aire puro y del frescor de los jardines y alejarnos del brote de malaria que asola la ciudad de Florencia.  ¡Es una ciudad tan hermosa! Pero entre la malaria y la guerra, vivimos tiempos inciertos.
Esos monjes  que he visto desde la ventana deben salir de los jardines.  Estaban en el ala este, y los niños jugaban en el otro lado del jardín, cerca del anfiteatro. No obstante, debo asegurarme que a partir de mañana las entradas estén vigiladas y ordenaré que arrojen cal viva sobre el camino. Y le haré llegar al Papa Clemente mi descontento porque los monjes benedictinos campen a sus anchas por los jardines de palacio. 
El Conde me observa arrobado.  Solo yo tengo esa influencia sobre él. Se ha disipado el nubarrón negro que flotaba sobre su cabeza cuando he entrado por la puerta.
Me acerco, estudio los planos del campo de batalla, en Montemurlo, y me dispongo a escuchar sus planes.
Florencia, vista de los Jardines de Boboli - Jean-Babtiste ...


Comentarios

Entradas populares de este blog

El collar desaparecido

por Miguel Angel Marín Cuando María abrió la puerta de la mansión aquella noche, desconocía que iba a llevarse el susto de su vida. Enmarcado por la luz de un relámpago, apareció la figura de un hombre altísimo de tez muy blanca y ojos claro, casi transparentes. Mostrándole una placa y con voz de ultratumba, el albino dijo: —      Inspector Negromonte. María lo hizo pasar al salón principal donde ya lo esperaba un nutrido grupo de personas. D. Adolfo, marqués de Enseña, señor de la casa, estaba algo molesto por la reunión a tan intempestivas horas. También estaban Dª. Clara, su mujer, de mediana edad, algo gruesa y con cara de pizpireta; Lucas, el mayordomo, un hombre delgado y de rictus estricto; Esteban, el mozo, jardinero y chófer, un hombre joven y fuerte que no parecía tener muchas luces; D. Augusto, administrador del marqués, un hombrecillo mayor que se veía muy nervioso; El padre Santiago, asesor espiritual del marqués y amigo de la familia; Mar...

Intruso

  PARA VOLVER A METERSE EN EL ATAÚD  tendría que encogerse bastante, darse prisa y apartar un poco el cuerpo que reposaba inerte sobre la dura superficie de madera. Se oían voces fuera, que callaron al escuchar el cierre de la tapa. -¿Quién anda ahí? Escuchó la voz amortiguada del viejo sacerdote que recorría el pasillo central de la capilla. Podía imaginarle, sorprendido por la oscuridad, porque hasta la pequeña lamparilla del sagrario estaba apagada. Desde dentro del féretro ella escuchaba muy fuerte su propia respiración, aunque cada vez más tenue. Nunca supo que el sepulturero había comentado después en el bar: – Con lo flaco que estaba y cómo pesaba el cabrón… ¿A quién se habrá llevado a la tumba?

El naufragio

  Por Eva Fernández La primera vez que lo vio sin gafas sus ojos solo le parecieron preciosos.  Hoy, que lo ha mirado  mejor ha visto que  ¡Sus ojos son dos islas!- Rodean sus pupilas dunas de arena, bañadas por el mar, con olas que rompen en la orilla cuando pestañea.  Por eso no puede dormir hasta que la marea lo mece y lo aquieta. Si se pone nervioso no  concilia el sueño, se desvela del todo, y esconde las islas tras la bruma de los cristales,  hasta que deja de escucharse el sonido del mar. A veces, cuando pasa eso, ella tampoco duerme.  El otro día pensó que, tal vez, si lo acunaba, o si lo abrazaba, se dormirían por fin y de tanto pensar en abrazarlo, le creció un brazo en la cadera; pero un brazo corto, que no servía para mucho, era muy incómodo para dormir de lado, y en realidad le sobraba, solo servía para sostener el café por la mañana o para llamar al ascensor. Ya solo podía llevar vestidos o faldas con bo...