Por Eva Fernández
Arturo – que se había pasado más de media vida en tierra- siempre había soñado con el mar. Así que cuando se jubiló hace cinco años decidió aprender a navegar.
Primero se sacó el título de patrón de yate, y
luego el de capitán. No le resultó fácil. Tuvo que echarle muchas
horas, la trigonometría se le atragantó y el inglés le quitó el sueño más de
una noche, pero consiguió el título a la primera.
El año pasado se compró un velero con casi todos sus ahorros, y como dice la
canción “cogió sus cosas y se puso a
navegar”. El barco y el están en pleno idilio, acostumbrándose cada
uno a las manías del otro.
Es un viejo velero, de la clase Neptune, de 8
metros de eslora, vendido por sus antiguos propietarios a precio de saldo,
porque se han hecho mayores y ya no pueden navegar como antes. Al
cerrar la compraventa, con los ojos vidriosos,el antiguo propietario le dijo,
estrechándole la mano:
- Cuide
bien a la “Estela del Mar”. Con ella hemos cumplido nuestros sueños.
Le había cambiado el
nombre. Ahora se llamaba Mistral.
El Mistral se balanceaba tranquilamente junto a los otros veleros en el paseo marítimo de Torredembarra, cuando Irene apareció como alma que lleva el diablo, mirando hacia atrás mientras corría, con un salchichón en una mano y una barra de pan en la otra.
No pasaba desapercibida, desde luego. Vestía un traje de arlequín
descolorido y ajado y llevaba la cara pintada de blanco, los ojos muy negros,
con el izquierdo dibujando una cruz, los labios rojo carmesí y una gruesa lágrima
negra atravesando su mejilla derecha.
Cuando el guarda
de seguridad del supermercado apareció jadeante por la esquina del paseo
marítimo Irene acababa de saltar al Mistral
por estribor.
Diez minutos más tarde, Arturo atravesaba el paseo cargado de bolsas del supermercado, admirando las fachadas de colores que presidían el paseo desde tiempos inmemoriales.
Irene ya estaba
pensando en salir de su escondite cuando notó que el suelo se movía bajo sus
pies. ¡No podía ser!– pensó. Así que se acomodo otra vez y se dispuso a
esperar. Siempre había sido un verso suelto, pero la suerte estaba de su
lado, y nunca le pasaba nada.
El mar estaba en
calma. Arturo contemplaba las estrellas cuando una aparición
espectral con la cara blanca y negra surgió de la bodega. Le hubiera dado
un susto de muerte si no hubiera sido porque llevaba un salchichón en una mano
y una barra de pan en la otra. Y se supone que los espíritus no comen...
y tampoco llevan esas pintas, como de payaso de saldo.
- Y yo que pensaba que
cenaría solo. - Murmuró Arturo medio sonriendo mientras recordaba al guarda de
seguridad sofocado que había visto en la entrada del supermercado. Ató
cabos y la miró de refilón antes de darse la vuelta para decir:
- - Desembarcaremos en
Castellón. Hasta entonces trabajarás en el barco, a menos que prefieras
que te arroje por la borda. ¡Y lávate la cara, haz el favor!
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