por Miguel Angel Marín
Yo, Felipe
II de Castilla, me muero.
Desde la
frialdad de este Monasterio del Escorial, en las noches de vigilia consciente y
dolorida, repaso mi vida y hago balance.
Tantos seres
queridos muertos: esposas, hermanos, hijos. Tanta sangre derramada en vano. Tanto
esfuerzo para nada.
-
Mi pobre Catalina
Micaela, mi dulce niña.
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La Armada
Invencible, ja.
Y me viene a
la memoria aquella vieja fórmula:
“Nos, que somos tanto como vos y todos juntos más que vos, os hacemos rey
de Aragón, si juráis los fueros y si no, no.”
Los juré, sí,
pero no los respeté. La política.
Y aquí me
hallo al fin. Desahuciado, solo, postrado en el lecho por estos terribles dolores.
Pero aun peor es estar infestado por estas llagas purulentas, por estas úlceras
asquerosas, por este olor putrefacto y fétido que anticipa la descomposición
del cuerpo.
¡Qué grandes
tienen que ser mis pecados para que Dios me castigue de esta manera! Pero ya es
tarde para enmendar errores.
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Perdón a
todos.
-
Perdóname, Señor.
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