Por Eva Fernández
Cenaron
sopas de ajo, sentados en la cadiera, junto a la lumbre, sin hablar. Amadeo recogió la mesa, aclaró los cacharros
en la pila, removió las brasas, echó dos piedras al caldero y calentó con ellas
el agua para lavarse.
Luisa
ya se había ido a dormir.
Amadeo
subió a la primera planta, alumbrando con el candil las escaleras.
Se
desnudó y se acostó, dejando el farol junto a la cama.
-
Apaga eso- Susurró Luisa.
-
No -Contestó él.
Le hizo darse la vuelta
y le apartó el pelo de la cara.-Quiero verte-
La acarició por debajo de la tela áspera de la camisa de dormir y buscó
acomodo entre sus caderas mientras la luz del farol se derramaba sobre sus
cuerpos.
Cuando Luisa intentó protestar, le dijo mordiéndole la oreja:
- Calla mujer, que vas a despertar a la vecina.
Amanecieron desnudos, enredados y con la ropa revuelta.
-
He estado en mi pueblo. –le contó Amadeo- Mi hermano mayor ya no puede salir con las
ovejas y quiere que me haga cargo. Mis
padres están enfermos. Viviríamos con ellos de momento. ¿Qué te parece?
Luisa le miró con los ojos muy abiertos. ¿Irse del pueblo? Ella nunca había salido de
allí. Un escalofrío le recorrió la
espalda. ¿Y sus hermanas?
-
Luisa, eres mi única razón para bajar a la mina. Pero no sé cuánto tiempo podré
soportarlo.- Le confesó apartando la
mirada.
¿Qué opciones tenía? ¿Iba a condenarlo a ese trabajo inmundo?
Además, si se marchaban no tendría que soportar más las habladurías…
Le cogió la cara con las manos, obligándole a mirarla. Le besó suavemente. Encogió los hombros y lo abrazó.
-
Claro que sí. – Asintió con la cabeza.- Eres mi
marido. Iré donde tú quieras.
Amadeo supo que lo decía sonriendo. Por primera vez encontró refugió en los
brazos fuertes de Luisa, y se amaron de nuevo en silencio.
A la mañana siguiente, Amadeo habló con el capataz, Luisa repartió
los huevos frescos entre sus hermanas y María
Laureana cuando fueron a despedirse.
Después cargaron sus cosas en una mula y empezaron a caminar hacia el
lucero del alba.
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