por Miguel Angel Marín
Le hizo sentar a la mesa y le
preparó, solícita, la cena. Amadeo permanecía callado. A Luisa le pareció, sin
embargo, notarle un cambio. Lo veía menos triste. La miraba con una media
sonrisa, con ternura. Se sentó frente a él mientras devoraba la cena. ¡Qué
hambre tenía ese hombre!
-
Bueno, dime, ¿dónde has estado?
-
Me caí a un pozo.
-
¿A un pozo?
-
Sí. Iba tarde al trabajo, intenté acortar por el
monte y me caí a un pozo. He tardado tres días en lograr salir de allí.
Luisa podía imaginar su angustia, encerrado en un agujero
oscuro, sin comida ni agua, ni nadie a quien recurrir. Menos mal que era un
hombre rudo. Solo alguien así habría podido sobrevivir.
-
Ya estás en casa, pobre. Yo te cuidaré.
Amadeo guardó silencio.
Para qué contarle más. No lo iba a creer…
Cayó al pozo, se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento.
Cuando despertó, a oscuras, encontró una puerta. Al abrirla apareció en un
bosque espeso plagado de árboles inmensos y desconocidos. El ambiente era muy
limpio y en el cielo brillaban dos soles. Una joven esbelta y medio desnuda se
le acercó al verlo.
-
Qué ropa tan extraña, ¿de dónde vienes? – le
preguntó.
-
No sé. Me caí a un pozo y he aparecido aquí.
¿Dónde estamos?
-
En Raluph.
Durante tres días Lorelay cuidó de él y le enseñó aquel extraño
lugar. La gente vivía en casas blancas suspendidas de las ramas de los árboles.
Nadie trabajaba. Todos se dedicaban al arte, a filosofar, a tocar música. Unos
hombres mecánicos realizaban todo el trabajo: plantaban, cosechaban, fabricaban
todo tipo de utensilios y cosas. A la gente se la veía feliz y despreocupada.
Pero él estaba desubicado, sentía que no pertenecía a aquel lugar. Echaba de
menos el mal genio de Luisa y hasta su odiado trabajo en la mina.
Al final, Lorelay le acompañó al árbol que comunicaba con
el pozo y volvió a su lugar de origen.
Ahora, dudaba si todo aquello había sido real o solo había
sido un sueño, pero sabía que estaba donde quería estar.
Comentarios
Publicar un comentario