por Miguel Angel Marín
22 de febrero. De noche, un
barquito pesquero parte de Portonovo, en la costa gallega, para faenar como
todos los días. Su tripulación consta de cuatro hombres. Además, ocultos en la cabina, como dos fardos de aparejos, viaja
una pareja joven. Son Eva Muñoz, una eminente bióloga que trabaja en un
laboratorio secreto y su pareja, Eduardo.
El barco se aleja hoy de la costa un poco más de lo habitual. Alcanzado al
punto convenido, emerge del agua una figura oscura y alargada. Se trata de un
submarino de clase A de la armada norteamericana. La pareja, mareada por el
oleaje, asustada y completamente calada por una lluvia inoportuna aborda, no
sin dificultades, la torreta de la nave. Tras un breve apretón de manos, se
internan en ella. Acto seguido, el submarino inmersiona, desapareciendo en el
oscuro mar.
La II guerra mundial ha dejado
solo dos potencias: Estados Unidos de América y la Unión Soviética, que domina
toda Europa. Los antiguos países de esta son ahora repúblicas socialistas
integradas en la URSS. Las dos potencias se miran con desconfianza y luchan
entre sí por territorios y recursos en el resto del mundo. Es la denominada “guerra
fría”. En Europa, tras las primeras purgas para evitar la disidencia y la
involución, la situación política se ha calmado. La población tiene sus
necesidades materiales cubiertas. Todo el mundo trabaja, a veces en ocupaciones
absurdas, y recibe un salario escaso pero suficiente. Todos tienen un techo,
aunque sea compartido. La uniformidad es la regla. Todos pobres, todos iguales.
El gris se impone. Salvo los altos dirigentes del partido que mantienen ciertos
privilegios, el resto de la población lleva una vida tranquila, sin lujos ni
sobresaltos. Una poderosa policía política vela por el mantenimiento del
sentimiento patriótico, evitando las críticas al régimen y cortando de raíz
toda contestación o revolución. La gente expresa su desacuerdo solo entre
murmullos, o directamente, calla.
28 de febrero, Madrid, cuatro de
la mañana. Un fuerte estruendo rompe la placidez de la noche. La cerradura de la puerta ha sido reventada con
un mazo. Seis policías, grandes como armarios de la terrible policía política,
entran dando voces en la vivienda compartida por Carlos Muñoz y su mujer Elena,
ya ancianos, y los Martínez, una familia joven con tres hijos pequeños. Con
potentes linternas irrumpen en el dormitorio de los ancianos. Iluminan la cara
de ambos y consultan una ficha impresa para confirmar sus identidades.
—
Carlos Muñoz y Elena Tabernero – Afirma más que
pregunta el policía al mando.
Ambos asienten con la cabeza.
—
Vístanse y no cojan nada. Están detenidos. Los
llevamos a la prefectura.
Dos policías se quedan con los Martínez, les ordenan hacer callar a los pequeños, que
asustados no paraban de llorar, y encerrarse en sus habitaciones. Otros dos registran
las pertenencias de los Muñoz con muy malos modos, tirando y rompiendo todo lo
que no les parece interesante. Ni siquiera tienen la delicadeza de apartar la
vista mientras Elena se cambia.
Mi mujer yo cruzamos una mirada. Entre el terror del
momento compartimos una chispa de satisfacción y complicidad. La chica lo ha
conseguido. Cuando hace unos días nos llamó para decirnos que se había quedado embarazada
lo intuimos. Hace tiempo que estaba en desacuerdo con la línea de investigación
que le habían impuesto. El embarazo habrá sido el detonante. Ha desertado.
Nosotros pagaremos las consecuencias. Intentarán utilizarnos como moneda de
cambio. Nos interrogarán, quizá nos torturen. Elena es fuerte, sobrevivirá a lo que sea,
además daría su vida cien veces por su hija. Yo no soy tan fuerte, pero no
importa, estoy condenado. El cáncer avanza con rapidez. A una mala, solo
conseguirán adelantar un desenlace ya inexorable. Poca cosa contra la libertad
de Eva. Que te vaya bien, cariño.
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