por Miguel Angel Marín
Yo, Wang Huánghòu, emperatriz
consorte del emperador Gaozong, de la dinastía Tang de China, en breve voy a
ser ejecutada injustamente, por culpa de la concubina Wu.
Todo comenzó hace quince años, en
los tiempos del emperador Taizong. El emperador descubrió a la pequeña Wu en el
seno de una familia aristocrática próxima a la corte. Era una niña de apenas
trece años, pero de tez tan blanca y tan bella, con aquellos ojos despiertos y
profundos, que el emperador se encaprichó enseguida de ella. La admitió en su
harén y la hizo su concubina favorita desde el primer momento. Descubrió que
ella, además de belleza y fogosidad, tenía una mente despierta y una notable
formación, por lo que le encargó tareas de secretaria, con lo que aprendió los
entresijos del poder, quizá demasiado bien.
Sin saberlo el emperador, su hijo
y sucesor Gaozong, también se veía a escondidas con ella.
Cuando hace cinco años, el
emperador padre falleció, todas las concubinas que no habían tenido hijos con
él, como marca la tradición, fueron trasladadas a monasterios. Todas, menos Wu.
A pesar del escándalo que suponía mantener una amante de su padre, la voluntad
del nuevo emperador prevaleció.
A través de sus filtros de amor,
sus juguetes y su pericia amatoria, Wu tenía embelesado al nuevo, inexperto y
enfermizo emperador. Hasta tal punto influía en él, que se rumoreaba que gobernaba
el imperio en la sombra, desde las telas de su lecho.
Solo yo, la emperatriz consorte y
la concubina Xiao, la antigua favorita, nos percatamos de lo cierto de esas
habladurías, de la debilidad del emperador y de las maniobras de la peligrosa
Wu. E intentamos poner remedio a la situación.
Pero todos nuestros desvelos han
sido en vano.
Y es que, ¿quién habría podido
imaginar hasta dónde era capaz de llegar Wu en su ambición?
Hace pocos días, su hija recién
nacida ha amanecido asesinada y ella nos ha acusado a Xiao y a mí de estar
detrás de su muerte. El emperador la ha creído, tal es el embrujo que ejerce
sobre él. El juicio no tardará. Pero todo está perdido. La sentencia está
dictada de antemano. Según nuestras leyes seremos torturadas por la propia Wu
hasta la muerte. No hay nada que hacer. Estoy convencida de que para quitarnos
del medio ha sido ella misma quien ha matado a la criatura. ¡A su propia hija!
Una vez eliminadas sus enemigas se convertirá en la nueva emperatriz consorte.
A la rabia por tal injusticia y
al terror por las torturas que vendrán, se une la tristeza por el destino de la
propia China. Por lo que intuyo va a pasar. Desde hace algún tiempo el
emperador enferma cada vez más. Sospecho que ella lo envenena. Y a los
ministros, que la toleran aunque no la soportan, les aconsejo que midan bien sus
palabras si quieren conservar sus cabezas. Wu no parará hasta proclamarse soberana.
Pero basta de pensamientos
ominosos. He de esforzarme en disimular estos temblores, en mantener una pose
altiva, digna, acorde con mi cuna y con mi rango. Ya se escuchan en el pasillo las
botas de la guardia del emperador acercándose a mis aposentos.
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