Por Eva Fernández
Bucear en el lago que había al lado de la casa había sido el pasatiempo favorito de los niños del pueblo, pero desde que la pequeña forastera se ahogó aquella noche de San Juan ya nadie se atreve, y la casa permanece cerrada a cal y canto. Solo se escucha el sonido del viento que azota las contraventanas y, a veces, extraños crujidos en los tablones del embarcadero. Y si alguien observara con detenimiento, cada solsticio podría ver las huellas de unos pies infantiles sobre la madera carcomida y escucharía un breve chapoteo sobre la lámina de agua.
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