Relato de humor : El testamento
Murió mi tío Jacinto la víspera de Todos los
Santos del funesto año dos mil veinte, víctima como tantos otros de un bicho
infame que hizo estragos entre la población, especialmente en las residencias
para mayores. En una de esas residencias había pasado mi tío los últimos años
de su vida.
Capitán
de marina mercante, nunca se casó ni tuvo hijos conocidos, aunque ya se sabe
que marinero que se precie, un amor en
cada puerto. Tenía, eso sí, muchos sobrinos, fruto de la familia numerosa
de la que él fue el último vástago. Todos lo apreciábamos y lo visitábamos con
mayor o menor frecuencia, esperando que algún día nuestras visitas se verían
recompensadas por un favor especial en el testamento, aunque debo decir que
entre todos nosotros yo me consideraba su sobrino preferido.
Cuando nos comunicaron su fallecimiento y que lo incinerarían al cabo de tres días, acordamos acudir todos a recoger la urna con sus cenizas. ¿Qué menos podíamos hacer por el querido tío Jacinto? Pero ahí se planteó el primer problema, motivo de enconadas discusiones.
¿Quién se hacía cargo de la urna o qué hacíamos con las cenizas? La cuestión de las cenizas quedó
resuelta a medias, cuando el notario nos comunicó
el contenido de una carta que mi tío le había confiado: “Por la presente, expreso mi firme deseo de que mis cenizas sean
esparcidas en alta mar frente a la costa mediterránea de Altea. No preciso la
fecha, no me importa esperar, total no me voy a enterar, pero sí pongo como
condición ineludible que estéis todos presentes en el “esparcido”. Sólo
entonces se podrá proceder a la apertura del testamento que obra en poder del
notario Don Fulano de tal…”
Era evidente que los deseos del tío
Jacinto no podían cumplirse de inmediato. Las dificultades de todo tipo que
planteaba la organización de ese viaje, unidas a las restricciones de movilidad
a causa de la pandemia, obligaban a posponerlo indefinidamente. Además quedaba
por resolver la cuestión de la custodia de la urna. ¿Quién se la quedaba hasta
entonces?
-Está claro que
deberías ser tú, Jacinto, para algo llevas el nombre del tío y presumías de ser
su sobrino favorito, afirmó mi primo Alfonso.
- ¿Yo? Imposible, protesté
enérgico. Con los gemelos en casa, que no
paran y lo tocan todo, la urna no duraría intacta ni un día. ¿Por qué no te la
llevas tú, Rodolfo, que vives solo y tienes una casa grande?
- Uy, ni hablar, que a
mí esas cosas me dan mucho yuyu. No podría pegar ojo pensando que el tío me
estaba vigilando. Recuerda que siempre solía recriminarme por la vida, según
él, tan disoluta que llevaba. Yo creo que la más indicada eres tú, Mila. Las
mujeres tenéis una sensibilidad especial para todas estas cosas…
- !Ya estamos con los
topicazos!, saltó la prima Milagros. ¿Qué
sensibilidad ni qué ocho cuartos? Mi piso es muy pequeño y no quiero tener
trastos como ese por en medio. No sabría dónde ponerla…
Así continuamos durante un buen rato, pasándonos la pelota
unos a otros y escurriendo el bulto, hasta que a alguien se le ocurrió la
brillante idea:
- Oye, y ¿por qué no
se la llevamos a la tía Luisa?, seguro que ella no protesta, como casi no ve…le
diremos que es para que tenga un recuerdo de su hermano.
La tía Luisa era la única hermana del tío que quedaba viva. Estaba algo impedida y con problemas de visión. Por eso no había acudido al tanatorio. Dicho y hecho. Su hijo Bernardo y yo fuimos los encargados de llevársela. Le dijimos que era un jarrón muy valioso, de anticuario y que se lo dejábamos en depósito hasta que se leyera el testamento.
Pasaron más de dos
años y, a algunos primos, sobre todo a mí, ya nos urgía la impaciencia por ver
a quién le había dejado su nada desdeñable hacienda. Tras muchos tira y afloja,
acordamos que las cenizas del tío Jacinto reposarían por fin en las aguas del
Mediterráneo el día uno de noviembre de ese mismo año. Se desplegó toda la
logística y se dispuso toda la parafernalia que el acontecimiento requería. El día de Todos los Santos del dos
mil veintitrés allí estábamos todos los primos, en el puerto de Altea,
dispuestos a subirnos al barco que nos llevaría a alta mar. Milagros apareció
muy elegante, con un traje de chaqueta negro y unos tacones de aguja que la
hicieron tambalearse al subir a bordo. Rodolfo con su habitual desaliño y barba
de tres días, parecía que se acabara de levantar. Alfonso iba vestido como si
fuera a participar en una competición de regatas. Los demás con un discreto
atuendo oscuro y corbata a tono. Yo era el portador de la urna y encargado de
decir unas palabras. El día había amanecido nublado, pero apacible. El capitán
del barco nos saludó cor ceremoniosamente, afirmando que tendríamos una
tranquila travesía. Y así fue hasta que llegamos al punto convenido. Nos
dirigimos a la popa, muy circunspectos todos, pronuncié mi breve discurso de
despedida, abrí la urna, ayudado por
Bernardo, y cuando me disponía a volcarla hacia el mar, se levantó un
viento huracanado que desparramó todas
las cenizas dirigiéndolas hacia nosotros. En un momento quedamos cubiertos por
lo que quedaba del tío Jacinto, es decir, un polvillo grisáceo y pegajoso que
intentábamos sacudirnos inútilmente. Regresamos a tierra contritos y
aprensivos, aunque reconfortados por haber cumplido y, sobre todo, porque
finalmente podríamos conocer el testamento. Al día siguiente nos reunimos todos
en el despacho del notario, expectantes y ansiosos.
“…Y una vez se haya
cumplido el deseo manifestado en la carta que obra en poder del señor notario,
se procederá a la lectura de este testamento, en el que, en pleno uso de mis
facultades, expreso mi voluntad de que todos mis bienes sean entregados a
partes iguales, de una parte a la Cruz Roja del Mar y de otra, al hijo que tuve
en Cuba, fruto de mi relación con Doña Caridad Ramos Garrido y que en este
mismo documento reconozco como mi hijo legítimo.”
29
de Octubre de 2020
Que chulo!!!
ResponderEliminarHumor negro...
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