por Miguel Angel Marín
Al principio me pareció un gilipollas. Uno de esos iluminados
con una alegría botarate y que hablaba como un manual de autoayuda. Decía cosas
como: “La vida es un regalo. Disfrútala.” “Vivimos inmersos en una enorme obra
de arte. Cada instante es único y hermoso. Aprécialo.”
Victoria y yo estábamos de viaje por Norteamérica. De
mochileros, como solíamos. Nos hablaron maravillas de un gurú que vivía al pie
de una montaña, en comunión con la naturaleza. Estaba cerca de allí, así que
decidimos ir a visitarlo. Tras recorrer campos de maíz que parecían no tener
fin, llegamos hasta donde residía. Nos sorprendió porque no se trataba de un
santón de esos, anciano, que se visten con cuatro harapos, que tienen la piel
apergaminada y viven en una cueva. No. Era un hombre joven, de apariencia sana,
incluso atractivo, que vestía con sencillez, una camiseta gris limpia y unos pantalones
cómodos. Habitaba una casita pequeña pero arreglada, sin lujos, pero sin
estrecheces.
No aceptó nuestro dinero. Nos invitó a comer. Una ensalada y chuletas
de cordero a la brasa y para beber sacó un buen vino. Todo aquello parecía
bastante surrealista. Lo que nos dijo después ya fue más raro.
— Todo lo que creéis saber, no es cierto. La realidad es mucho
más compleja de lo que imaginamos. Igual que hay sonidos que no alcanzamos a
oír y longitudes de onda que no podemos ver, porque están fuera de nuestra
capacidad visual, hay planos de la existencia que no apreciamos. Nuestros
sentidos, nuestra voluntad y nuestra mente nos autolimitan. Yo no soy un
maestro, solo un iniciado. A través de la contemplación profunda de la
naturaleza y la meditación he podido modificar ligeramente mi mente. Aunque
solo he rayado la superficie, a cambio he obtenido un gran conocimiento. Sin
modificar la mente es imposible que podamos apreciar el escenario completo.
Para conocer hay que liberarse de la autolimitación. Sin eso, no hay certezas.
— ¿Ni siquiera la muerte? — preguntó la sagaz Victoria.
— Existe, claro está. Pero no es como imaginamos. No es el
final. No es la nada. Tampoco el tránsito a un paraíso ganado por nuestras
buenas obras en esta vida. Simplemente, nuestra esencia se traslada a otro
plano. Y es que todo a nuestro alrededor, incluso nosotros mismos, está formado
por un poco de esencia y un mucho de nada.
— ¿Quieres decir que el mundo físico no existe, que es una
ilusión?— pregunté anonadado.
— Sí y no. Existe si
creemos que existe y queremos que exista. Pero no es inmutable sino moldeable. Podemos
modificarlo. Estas paredes, por ejemplo, parecen sólidas y lo son en cierto
modo, pero en realidad solo son un poco de esencia y un mucho de nada. Si
adaptamos nuestra mente a su onda de existencia podríamos atravesarlas sin
problemas.
— ¡Anda ya! — Dijimos al unísono.
Viendo nuestras caras de escepticismo, nos hizo salir al
exterior. Ante nuestros ojos, se hundió en la tierra hasta media cintura y nadó
por entre los maizales.
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