por Miguel Ángel Marín
Encaramado sobre la terraza del rascacielos más alto de la
ciudad, contemplo el horizonte. Intento recuperar el resuello. La subida ha
sido extenuante. Los ascensores no funcionaban. Bajo un cielo negro y vacío
siento la brisa de la noche. En la calle, apenas visible desde estas alturas,
siento más que veo, las carreras, el miedo, la desesperación de la ciudadanía.
Desde que se confirmó la noticia, el mundo se ha convertido en un caos. La fina
pátina de civilización ha desaparecido y ha sido sustituida por la ley de la jungla.
El instinto más primario, sobrevivir, se ha adueñado de todos. La gente se
empuja, se golpea, se mata por conseguir un vehículo con que abandonar la
ciudad. Una sola idea bulle en sus cabezas: huir. Yo, no. ¿Huir? Huir, ¿a dónde? Huir, ¿para qué? La
verdad es que no tengo mucho que perder. Mi mujer me abandonó hace tiempo por
un dentista, mis parientes fallecieron en aquel estúpido incendio, no tengo ni
un solo amigo de verdad, mi trabajo rutinario no es para echarlo de menos. Mi
vida, fracasada y gris, no vale ni una sola lágrima. Solo pervive el viejo
anhelo: volar.
Me lanzo al vacío. Noto la sangre golpeando con fuerza mis
sienes. Un viento frío me acaricia el rostro mientras acelero en la caída.
Adrenalina. Cuando llevo cayendo ya un buen rato de manera temeraria, tiro de la anilla y el paracaídas deportivo se
despliega. Noto el fuerte tirón. Me quedo suspendido en el aire, trazando
círculos entre los edificios, como un dios que observa desde arriba a los
pobres e indefensos humanos correr aterrorizados.
La gran bola de fuego procedente del espacio atraviesa la
atmósfera dibujando una raya de luz blanquecina en el cielo. Al final se
precipita en un páramo cercano con un estrepito enorme, convirtiendo la noche
en día. La onda expansiva que surge después, se desplaza destruyéndolo todo,
hacia todos lados, también hacia mí. Cuando llegue a donde estoy, me encontrará,
desafiante, sobrevolando plácidamente los tejados de la ciudad, con una sonrisa
pintada en mi cara.
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