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Lucía y Napoleón


Por Eva Fernández

Los vuelos siempre suponían para Lucía no solo un traslado físico, sino también una especie de viaje en el tiempo,  como si todo lo ocurrido antes de embarcar fuera una  película.
Acomodada en su asiento abrazos y despedidas flotaban como pompas de jabón en su cerebro mezclados con la ilusión de volver a Barcelona, poner en orden su vida, su matrimonio y su relación con sus hijos, desdibujados por la distancia y los breves encuentros de las vacaciones, donde todo parece brillante y fácil y los problemas se guardan debajo de la alfombra para no estropear el recuerdo posterior.

Sobre un fondo de nubes grises se reflejaban en la ventanilla del avión las imágenes de las últimas horas: cajas a medio embalar, el último paseo por la playa de Long Island con las olas barriendo las huellas de sus pies, y la última mirada a Napoleón y Josefina, antes de regalárselos a su vecina María, esa niña mexicana, de largas trenzas y sonrisa infinita, que si el tiburón devorador en que Estados Unidos se había convertido no engullía, sería la salvación de su familia, un puente entre dos mundos, la esperanza venida del sur para un gigante con los pies de barro.

–   ¡Hola María!, –la saludó la tarde anterior, cuando volvía de la oficina, cargada con sus últimas cosas. – ¿Podrías subir un momento a mi casa? Tengo que pedirte un favor.
María la miró con sus enormes ojos negros y la siguió. 

Lucía metió la llave en la cerradura de la puerta del  apartamento que había sido su hogar los últimos cinco años. Se acercó a la niña y le explicó:
–    Me voy de viaje mañana.  Mi familia me necesita, así que debo volver, ¿sabes?

La niña asintió con la cabeza bajando los ojos. 

–    Pero no me puedo llevar a Napoleón y Josefina. – continuó Lucía, con la mirada fija en sus peces de agua dulce, que nadaban ajenos a la realidad en el acuario que había ocupado el lugar de la televisión desde hacía un año. –Napoleón –siguió– le tocó en la tómbola de la playa a mi hijo Sergio el año pasado, y para que no estuviera solo compré a Josefina en la tienda de animales del centro comercial… Son los dos peces naranjas…  Los demás no tienen nombre aún –Le explicó mientras acariciaba el cristal iluminado del acuario, y hacía salir a las gambas de debajo del cofre del tesoro.- Han sido mis amigos este último año, y me gustaría que los cuidaras por mí. ¿Querrás?

A la niña le brillaban los ojos. Sin embargo, su madre no parecía muy entusiasmada. Cuando la convenció, acomodaron entre todas el acuario en el abarrotado salón de la familia Jiménez. También les dejó la red y la pecera pequeña que usaba cuando limpiaba la grande y un bote gigante de comida, con la leve esperanza de que esos pequeños seres acuáticos dejaran más huella en sus corazones que la que sus pies habían dibujado en la orilla del mar.   

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