por Miguel Ángel Marín
Todas las mañanas, Don miraba el
buzón, pero nunca había carta de ella.
No habrá tenido tiempo, se decía.
Su hija Enya se había ido a
servir a la ciudad, a casa del conde, dueño de las minas.
Don la recordaba creciendo feliz
en aquel ambiente de obreros grises y sucios. La chiquilla revoltosa se
transformó después en una joven pelirroja muy hermosa con una figura
espectacular. Todo se torció cuando su madre enfermó y murió. Se quedaron solos
su padre, ya mayor y que arrastraba la enfermedad del minero, Enya y el pequeño
Bobby, su hermano menor discapacitado. La alegría se esfumó de aquella casa con
la ausencia de la madre. La situación empeoró cuando jubilaron a su padre. La
paga que les quedó apenas cubría para pagar la comida. Fue una bendición el
trabajo de la chica. Era una boca menos a alimentar y además ayudaba con parte
de su salario a los exiguos ingresos de la familia.
En sus cartas le hablaba de su nueva
vida en aquella gran mansión de amplias estancias, muebles formidables, telas y
tapices bellamente decorados, lámparas colgantes llenas de reflejos,
mantelerías de fino hilo, cubiertos de plata, fastuosos vestidos. Todo aquello
para él, un pobre minero que vivía rodeado de familias tan paupérrimas como la
suya, le resultaba extraño y excitante. Estaba orgulloso de su pequeña.
Lo que Enya no contaba en sus
cartas, sin embargo, eran las miradas lascivas que el viejo conde le lanzaba cada
vez que se agachaba a recoger algo, sus comentarios subidos de tono en voz baja
cuando se quedaban a solas, los pequeños abusos que iban cada vez a más y que
culminaron aquella noche en que se presentó en su cuarto y bajo amenaza de
despido la violó. Después, las visitas de su señor se multiplicaron. En su
rostro se borró la alegría de la juventud. Se sentía atrapada. La condesa, una
mujer estéril y altiva, lo sabía todo y lo consentía.
Al final se quedó embarazada. Al
poco de saberse, los condes y la muchacha se trasladaron a una finca aislada en
el campo. Nació sano un niño pelirrojo, pero Enya murió en el parto.
Aquel niño crecería, ignorando
quienes eran realmente su madre y su abuelo, como hijo del conde, rodeado de
lujos y recibiendo la mejor formación. Llegaría a ser primer ministro de su
país.
No. Don no recibiría más cartas
de su querida hija. Ella yace en una tumba sin nombre, en un paraje olvidado,
al otro lado del país.
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