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Maldita canción

 

Por Olga MG

         Al llegar al rellano del tercero, se queda paralizada. Ha sentido algo: apenas una sombra en el aire, quizás una nota musical. Alerta, aguza los sentidos.

         Y entonces la oye. Es la canción, sí, la maldita canción de Manuel. Derrotada, se deja caer en el primer escalón de subida al cuarto. Trémula la mano, rebusca un cigarro en el bolso y comienza a fumar compulsivamente, al ritmo de sus sollozos que van en aumento hasta convertirse en un llanto convulso.

         Se abre la puerta del tercero B y, decidida, sale Estíbaliz, en ropa deportiva, con la mochila al hombro. Casi se da de manos a boca con Inma, sumida ya en lágrimas.

—Dios mío, criatura ¿qué te pasa?

—Perdona, perdona, estoy bien. Tranquila, que ya me calmo.

—No, no estás bien. Nadie llora así por estar bien. Entra en casa y te preparo una tila.

—No, no, gracias, Estibaliz, de verdad. Ya estoy bien. A Manuel no le gusta que me retrase al salir del trabajo. Además, tú tendrás cosas que hacer.

—No seas tonta. Solo iba al gym. Anda, entra, nos tomamos algo y me cuentas. Así me das excusa para hacer pirola, que me aburro una barbaridad en las sesiones de aparatos.

         Se agacha y retira la melena de la cara de Inma, que se tensa al instante. No le pasa desapercibida la mancha oscura del pómulo izquierdo, aunque esté tan bien disimulada bajo el maquillaje. La ayuda a levantarse y, suavemente, con la mano rodeándole los hombros, la dirige hacia la puerta de su casa, aún abierta. La siente temblar.

— ¿Qué pasa? — casi le susurra al oído—.Vamos a entrar en casa y, mientras nos bebemos una infusión, me vas a contar que es eso que tanto te asusta.

         De sobra sabe Estibaliz qué es lo que aterroriza a su vecina de arriba. Por las noches, cuando sale a su balcón a disfrutar del único cigarrillo que se permite al día, con frecuencia siente sus sollozos sofocados. No son tan discretos los insultos y vejaciones verbales con que su marido la increpa, masticando entre dientes una rabia  mal controlada.

— Cariño, aquí estás a salvo. Estamos solas y  nadie nos puede hacer daño. Dime qué pasa.

         Los hombros de Inma comienzan a agitarse de nuevo por el llanto y, protectora, siempre arropándola con su brazo, Estibaliz la deja desahogarse. Cuando pueda ya hablará. Le acerca los pañuelos de papel y se sienta a su lado en el sofá.

         Poco a poco se va calmando y musita:

—Está obsesionado con esa maldita canción. Cuando ha bebido, nada más llegar a casa, la pone en bucle. Esos días son los peores. Esta semana ya es la segunda vez.

         Y dándose la vuelta, se levanta la camisa y Estibaliz descubre los hematomas en su espalda. Enternecida, la abraza y la mece como a un bebé, mientras le dice, cariñosa:

—Estate tranquila, cariño. Esto se acaba hoy. Tú sabes que yo estudié Derecho y que soy asesora jurídica en la Casa de la Mujer. Conozco bien el paño. Ahora mismo, en cuanto te calmes, vamos a ir a denunciarlo a la policía. Tenemos suficientes pruebas en tu cuerpo. Con eso y mi testimonio será suficiente para solicitar una orden de alejamiento. Este es un camino largo, Inma, pero en ningún momento vas a estar sola. Yo voy a hacerlo contigo. Es un proceso que conozco muy bien. Y te puedo asegurar que de esto se sale. Confía en mí.

         Inma, finalmente, se abandona. Estibaliz la deja llorar. La decisión está  cincelada en su cara. Sabe a lo que se enfrenta. Ella superó ese infierno hace ya muchos años.

                                                                                     

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