Por OlgaMG
“Yo que he vivido tantas vidas, y
juraría que todas han sido con él, jamás
pensé que ahora que estamos todo el día juntos sería cuando más me preocupara…”
Antonia cierra los ojos, se acaricia
la nuca dolorida y lee lo que acaba de escribir en la carpeta del Taller de
Escritura Creativa. Le resulta impostado y artificioso. Ella sabe que su nivel
está por debajo del de sus compañeros, donde hay todo tipo de profesionales,
desde médicos y policías hasta profesores. Hasta le daba vergüenza al principio
reconocer ante ellos que se sacó el Graduado Escolar siendo ya sus hijos mayores,
cuando le quedó tiempo para ir a una Escuela de Adultos. Antes ni vivir podía, con
la casa, los niños y la limpieza de varios pisos para complementar el magro
sueldo del pobre Juan, por diez horas diarias tragando polvo del metal en el
pulimento y algunos sábados haciendo aún más horas extras. Que se dejó los
cuernos trabajando, como él solía decir. Y todo para que los chicos pudieran
cumplir el sueño del matrimonio de darles estudios.
Decidida, le da a la tecla de borrar
y piensa que sus compañeros se merecen más honestidad. Tiene que escribir como
ella es, no intentando imitarlos a ellos. Cuando les habló de su exigua
formación, todos, profesora incluida, alabaron su valentía y la animaron a
seguir. La verdad es que la animan siempre. Valoran lo que hace. Son buena
gente.
Vuelve a teclear.
“Ay,
dios mío, si sigue así, este hombre se me va a volver loco…”
Juan irrumpe, nervioso, en la
habitación.
—Toñi
¿se puede saber qué haces ahí toda la tarde delante de esa máquina? Coño, que
parece que te tiene abducida.
—
¿Qué te pasa, hombre de dios? ¿Te has despertado de la siesta con mal café?
—Es
que, joder, el cuerpo no me deja estar quieto. Todo el día aquí encerrados, sin
nada que hacer y sin ni siquiera un mal pito que echarme a la boca. Yo creo que
tengo repentismos.
Toñi
sonríe y le replica socarrona:
—Esa
palabra no existe. Te la acabas de inventar.
—Y
qué sabrás tú si existe o deja de existir. ¡Ah, claro, que la señora, como va a
su Club de Lectura y a su Taller de Escritura y se codea con médicos y
profesores, ya cree que ahora lo sabe
todo!
—Juan,
no te cabrees que lo he dicho para chincharte. Hijo mío, tienes un genio como
granizo sobre albarda. Repentismos,
me gusta. ¿Hala, por qué no te pones una cervecita y el Pasapalabra, que siempre te entretiene y, cuando acabe, hacemos la
cena? Yo termino aquí enseguida.
Juan se va y ella oye sus pasos
hasta el frigorífico y luego el sonido de la tele en el salón, mientras se
seca, con rabia, la penúltima lágrima, Sabe, siente que su marido, siempre tan
activo, un luchador nato, un trabajador incansable, está siendo arrollado por
la vida, ahora a su vejez: el despido, una indemnización de vergüenza, después
un subsidio de caridad, su salud resquebrajándose y, para colmo, la pandemia y
confinamiento, que lo están volviendo loco.
Pobre
Juan, piensa. Qué injusta ha sido la
vida con los de su generación, sin caer en la cuenta de que también es la
de ella. Y entonces visualiza los dos cigarrillos que pacientemente le ha ido
esquilmando de cada paquete y que tiene a buen recaudo. Tendrá ya sesenta
escondidos, en previsión de que los estancos tarden en volver a abrir, que ella siempre ha sido
previsora.
Mañana,
cariño, al menos te vas a poder echar un pito tranquilamente en la terraza, que
para eso está aquí tu Toñi.
Y con una leve sonrisa, vuelve a
teclear de nuevo en el ordenador.
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