Por OlgaMG
Me
he levantado con la boca como un estropajo y dolor en el párpado izquierdo. El
espejo me ha revelado el orzuelo. La farra de anoche, pienso. Ahora ya solo me
falta el herpes labial, pienso a continuación. Me ducho. Vaya forma de empezar
la semana, me digo luego. No estoy de
buen humor. Aborrezco las resacas. Y los lunes. Soy así de original.
Me visto sin gracia alguna y me bajo
a comprar la prensa y el pan. En el estanco y la panadería hay filas tan largas
o más que las del confinamiento. ¿Pero qué coño pasa hoy? Odio las colas. Bueno,
aun a riesgo de repetir la palabra debería decir las filas para no ser
malinterpretada, que es algo que me revienta.
Al salir del segundo establecimiento,
piso una baldosa hueca que vacía su fétido y liquido contenido en mis
pantalones vaqueros recién lavados. ¡Qué asco, por dios! Ya solo falta que
rompa a llover.
Pensado y logrado. No llueve,
jarrea. Todos los zaragozanos, al unísono, comienzan a danzar con sus paraguas
como esgrimistas puestos hasta el culo
de cocaína.
Llego a mi casa empapada, pero con
los dos ojos dentro de sus cuencas, a pesar de que varios transeúntes se han
entregado con denuedo al objetivo de intentar extirpármelos traumáticamente con
las varillas de sus enloquecidos parasoles. Ya en mi calle, abriendo la puerta
del portal, el frenazo brusco de un taxi sobre un charco ha acabado de rociarme
de agua sucia. Ya me voy a cagar en todo, pensando en que tengo que volver a
lavar toda mi indumentaria, cuando emerge del asiento trasero un auténtico dios
pagano, un felino en estado de gracia. Los ojazos verdes más verdes del mundo,
rasgados y rematados por unas pestañas
que servirían de abanico. No todo va a salir mal, pienso intentando
reconciliarme con mi particular vía
crucis. Hasta que recuerdo el aspecto que debo de lucir y entonces sí que
ya profiero una sarta de barbaridades para mí misma.
El tigre bengalí se acerca a la
puerta frente a la que yo debo de parecer un pasmarote y me pide permiso para
entrar. Va a ver a su tía Hortensia, en el 3ºA, me dice. Me descojono por
dentro. Tiene la voz más ridículamente aflautada que haya oído jamás. Tanta
belleza tiene un precio. Dios castiga sin palo. Hoy no es mi día.
Ya en casita, me quito la ropa, me
doy un agua bajo la ducha y, en albornoz, me pongo a escribir. Normalmente eso
me calma y me centra. Pero hoy es lunes y tengo resaca y las palabras se
resisten a acudir en mi ayuda, las muy ladinas. Tras una hora más larga que una
tortura medieval, aprieto el botón de suprimir y decido bajarme a tomar un
vermú.
Ha dejado de llover y ha salido el
sol, así que me siento en la terraza del chino de la esquina y pido un vino
blanco. ¡Cómo no! Está caliente. Ya de mal café, le digo al dueño que me ponga
un hielo. Saco el libro del bolso, cierro un segundo los ojos para sentir la
tibieza del sol primaveral en mi cara y, repentinamente, como desde un aspersor,
un chorrito de agua me baña el rostro.
La madre que los parió. En la mesa
de al lado dos enanos de entre tres y siete años — qué sabré yo de críos— se
espurrean el agua de sus botellas. Y con muy mala puntería, por cierto, al
tiempo que profieren estentóreas risotadas, ante la impasibilidad de sus
madres, que los miran arrobadas, mientras beben sus coca-colas zero.
Aunque tensa, educadamente les pido
que controlen a sus vástagos y ellas me miran con suficiencia mal disimulada.
Les leo es pensamiento: solterona amargada, más le habría valido tener hijos.
Definitivamente está claro que hoy
no es mi día, así que me rindo. Pago y me subo a casa para no volver a salir.
Me pongo un chándal viejo, me como unos espárragos y un poco de salmón y me voy
a mi dormitorio, donde me esperan mi satisfyer
y espero que una larga, larga siesta.
Ya al borde del sueño, en la laxitud
subsiguiente al orgasmo, sonrío al tomar conciencia de que, sin darme cuenta,
ya tengo escrito en mi cabeza el relato del jueves. Algo ha dado el jodido lunes de sí.
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