por Miguel Angel Marín
La llave en la puerta. Una casa
antigua. El aire frío. El pasillo desangelado. Los muebles oscuros y callados.
Un rayo de luz lechosa se cuela por la ventana. Las paredes gritan su soledad.
Estúpidos cuadros de colores. Pasos cansinos. Canas repentinas. Todo está viejo,
desgastado. Tiro la cartera en un rincón. Me derrumbo en el sillón, un orejero
cómplice. El aparato de luz se ahorca en el techo. Libros sin leer. Recuerdos
olvidados. Polvo. Tiempo detenido. Las sienes me golpean con fuerza. Alma
desmayada. Miro sin ver. Los ojos vueltos hacia adentro. Y espero…
Risas en la playa. Sol cegador. Su
piel mojada brilla con restos de arena.
Besos salados. El cielo canta. La vida es ancha, luminosa y nueva. Somos
jóvenes y nos amamos.
Luz incandescente. Paredes
blancas. El segundero se niega a avanzar. No me atrevo a respirar. Salas
torturadas. Viene el doctor.
-
Todo ha ido bien. Pero no podrá concebir.
La acompaño a rehabilitación. La sostengo. La mimo.
Vuelta a la normalidad. El trabajo en la oficina. Paseos al
atardecer. Días clonados, blanquecinos e insulsos. Tardes de otoño. Mucho gris.
Siento que se aleja. No le interesan mis cosas. Deja de
reírme los chistes. Me habla poco.
Muchos monosílabos. Apenas me mira. Con la cabeza baja. ¿Se avergüenza?
Por fin, ruidos en la puerta. Olor a jazmines helados. Pasos
firmes con tacones. Se acerca. Me mira. La miro. Silencio. El tiempo se
congela. ¡Qué guapa está! Sus ojos están tristes. Mis ojeras profundizan. Le
imploro con mi mirada.
-
Adiós.
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