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Distopía

 Por Miguel Ángel Marín


El despertador de Enric suena a la 7:00. Se levanta, toma una ducha de vapor y se prepara un desayuno que incluye zumo natural, tostadas, algo de beicon y café. Mira el paisaje a través del enorme ventanal de su casa. El bosque está despertando. Se escuchan los trinos de aves madrugadoras. Un arroyuelo cercano discurre plácidamente. Después, se conecta al trabajo. Al instante aparecen los hologramas de sus compañeros y del jefe de grupo. Los saludos informales, las bromas, dan paso a las preguntas sobre las tareas, la ilusión por el nuevo proyecto emprendido… Todos ellos viven en espacios aislados, ultramodernos, hiperconectados, en mitad de la naturaleza. Disponen de todas las comodidades y lujos de una sociedad avanzada aunque alejados unos de otros. El miedo al contagio perdura. Incluso conseguir pareja se ha convertido en algo muy complicado. Por eso muchos de ellos permanecen célibes.

 

Marcos corre como alma en pena para salvar su vida. Ha tenido la mala suerte de tropezarse con una horda de gente hambrienta y desesperada. El hambre los ha convertido en caníbales. En él solo ven algo que echarse a la boca. Algo con lo que apaciguar el dolor de sus estómagos vacíos. Alimento para sobrevivir un día más. Los despista tras un montículo y aprieta a correr aun más con ese obstáculo ocultando su trayectoria, cuando sus pies se hunden en el suelo. Cae por un hoyo profundo y pierde la conciencia al golpearse con el fondo.

El muro no es físico. Se trata de un entramado de haces de color rojo proyectados desde unos pilones metálicos situados a cierta distancia. Pero sí es real. Todos saben que cruzarlo supone la muerte. A unos 50 metros por detrás de esa valla virtual se encuentran varias líneas de raíles. A través de ellas discurren a toda velocidad ametralladoras automáticas de alta capacidad de disparo, dotadas de inteligencia artificial, que disparan contra cualquier cosa que atraviese la línea marcada. Montañas de cuerpos acribillados que nadie retira y que están  pudriéndose al sol, se lo recuerdan a todos. Ese muro divide los dos mundos creados tras la pandemia: el de los privilegiados, que tienen acceso a la tecnología y a los abundantes bienes materiales y el de los desheradados de la Tierra, legiones de harapientos y desarrapados, hambrientos y desesperados que han sido abandonados a su suerte.

Cuando Marcos despierta descubre que ha caído por el respiradero de un refugio subterráneo abandonado. Uno de esos búnkeres que la gente con dinero se construyó por si se producía un ataque nuclear. No cabe en sí de alegría. Allí tiene agua y provisiones para meses o años. Y lo más importante, una biblioteca y ordenadores que funcionan. Tras alimentarse como es debido y beber agua y algún refresco se dedica a estudiar los libros de la biblioteca. Siempre le ha gustado estudiar.

Enric, tras la jornada laboral contempla las noticias en su televisión de plasma ultragigante en alta definición.

-          Esta noche, hacia las 3:30 de la madrugada se ha producido un nuevo ataque en la frontera a unos 4 kilómetros al sur de la capital de la región de Murcia. – dice la presentadora.

-          ¿Ha sido algo grave? – pregunta el compañero.

-          No ha durado mucho. Las nuevas ametralladoras de plasma han demostrado su valía. En un par de minutos, cientos de infectados cayeron destrozados junto a la valla. El resto, ha huido despavorido. Se estima que hay unos novecientos cuerpos de infectados y el número de proyectiles de plasma utilizados ha sido de 14.000 – comenta con cierto tono de orgullo la presentadora.

Marcos, semanas después de haber caído en el bunker y haber estudiado algunos libros  de la biblioteca, enciende el ordenador que sigue conectado a la red de la zona rica. Pasa semanas enteras, día y noche, navegando por la red en modo fantasma, asombrándose de cómo viven sus habitantes, viendo sus casas, sus adelantos técnicos, sus entornos privilegiados. Un sentimiento de impotencia y de ira se apodera de él.  Al final, buscando, buscando, lo encuentra. El servidor del sistema de defensa. Localiza una puerta trasera para colarse en él. Desde allí puede desactivar las malditas ametralladoras. Comprueba que hay varios grupos de desheredados cerca de la valla en varios puntos. Y sonríe.

- Ahora, nivelaré la balanza.- se dice.

 CLICK.

Varios grupos de harapientos aprecian como se apagan las líneas rojas de la valla y entran en tropel en la zona rica. La guerra ha comenzado.

 

 

 


Comentarios

  1. Miguel Ángel, compartiré, si sé hacerlo, mi relato distópico, que está inconcluso, porque tiene semejanzas con el tuyo.
    A¡ la pandemia, la pandemia! Es muy mala la pandemia.

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