Por Eva Fernández
En realidad, no le gustaban especialmente los
niños. Cuando pasaba una tarde con sus amigas y sus retoños, su instinto
maternal quedaba cubierto. Pero todas sus amigas y la gente de su edad
tenían hijos, así que, empujada por la presión, y para pensar en otra cosa y no
terminar echándole cianuro en el chocolate a su anciana madre, se apuntó a una
agencia matrimonial en secreto. Le daba muchísima vergüenza, por eso
no se lo contó a nadie, pero quería probar y no le veía otra salida a su
situación.
Le hicieron un cuestionario previo, para
encontrar candidatos compatibles, supuso ella.
Se explayó con sus aficiones, sus gustos
literarios, su amor por la pintura, el expresionismo alemán del XIX…
- - ¿Adónde vas tan arreglada, hija?- Le dijo su
madre.
- - A buscar novio, mamá. – Respondió
Clara, cortante.
- - ¿Novio? Pero si a ti ya se te ha pasado el
arroz- Contestó Carmen levantando la vista del libro que estaba leyendo y
moviendo la cabeza. Su madre no calculaba el daño que podía hacer
con las cosas que le decía, y Clara casi nunca respondía a la provocación.
Apretó los labios, y se
la quedó mirando, con los ojos entrecerrados, imaginando que su madre se
atragantaba con el próximo sorbo que diera al café y que se quedaba allí
boqueando, como un pez fuera del agua, porque le faltaba el
aire. Qué odiosa podía llegar a ser.
-
- No me esperes levantada, que llegaré tarde.- Y cerró la puerta de
golpe sin darle a su madre tiempo a contestarle.
No había llegado tarde en su vida, pero esa
pequeña venganza era su revancha. Mientras bajaba en el ascensor oía la voz de
su madre en su cabeza decir ‘¡Pero qué barbaridad, qué van a pensar los
vecinos! Respiró profundo y apartó esos pensamientos de su cabeza, deseando que
su cita se pareciera a James Dean, ese actor tan guapo que había visto en el
cine.
Quedaron en el Café Levante, ella llevaba un
pañuelo blanco en el cuello y el debía llevar un libro en la mano para ser
reconocido.
La pobre Clara se quedó de piedra, cuando vió
que el que entraba por la puerta no se parecía en nada a James Dean. Era
su vecino Ramiro. Bajito, gordo y calvo, que siempre miraba al suelo
cuando coincidían en el ascensor. Y que al verla sentada al fondo del bar,
con su pañuelo blanco alrededor del cuello, se puso rojo hasta las orejas, se
acercó balbuceante y dijo.
- Buenas tardes, señorita Clara, qué sorpresa.
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