por Miguel Angel Marín
Era una mañana lánguida de
invierno. Clara pintaba con fuertes trazos de color oscuro. Su madre, Carmen,
entró en aquel estudio que olía a óleo y a aceites arrastrando los pies,
haciéndose la vieja y enferma. Al oírla, Clara, sin dejar de trabajar y sin
volverse, le preguntó:
-
¿Cómo te encuentras hoy, madre?
-
Pachucha. Como siempre últimamente.
-
¿Y tu corazón?
-
Con las arritmias habituales. Débil.
Clara seguía dándole la espalda. Silencio.
-
¿Qué te parece Julián? Preguntó de pronto.
Julián era un actor pobre, desaliñado y poco agraciado,
hijo de una antigua amiga suya, que las visitaba a veces. Carmen sospechaba que
más que nada por merendar de gorra.
-
¿Julián? ¿El hijo de Mariola?
-
Sí, ese.
-
Un hombre horrible.
-
Pues que sepas que somos amantes.
A Carmen le dio un vahído.
-
¿Qué? - Alcanzó a decir entre mareos.
-
No es posible…
-
Sí. Además, alégrate, vas a ser abuela. - Añadió
con frialdad.
A su madre se le doblaron las piernas y cayó de rodillas al
suelo. La cabeza le daba vueltas.
-
Hemos pensado marcharnos lejos. Con el dinero
que saquemos por la venta de la casa…
-
¿Qué casa? - Se sobrepuso lo justo para
preguntar.
-
Pues esta, ¿cuál va ser? Vendrá dentro de un
rato, sufrirás un terrible accidente, yo heredaré la casa según tu testamento y
con el dinero que obtengamos por ella nos iremos lejos de aquí.
Carmen no pudo soportarlo más. Un fuerte dolor en el pecho
y su corazón dejó de latir.
Clara dejó transcurrir un rato. Luego, con toda calma dejó
los pinceles, comprobó que su madre ya no respiraba y sonrió. Ya solo quedaba
avisar del fatal desenlace, un inesperado ataque al corazón.
No pensaba irse a ningún sitio. No estaba embarazada, ni
mantenía relaciones con el idiota de Julián. Todo era mentira. Pero con aquella
estratagema se había librado de la vieja finalmente y nadie sospecharía nada.
Ahora podría vivir su vida.
Bajaba a telefonear a emergencias cuando tropezó, cayó
rodando por las escaleras y se partió el cuello.
Es buenísimo
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