Por Pilar Bastarós
Rita, la enfermera de mirada dulce, me precedió por el pasillo acristalado hasta el despacho del director.
Rita, la enfermera de mirada dulce, me precedió por el pasillo acristalado hasta el despacho del director.
—Pase, pase, Nikita, siéntese. Le estaba esperando. ¿Cómo se encuentra hoy? Tiene buen aspecto…
Me acomodé en el sillón que me señalaba y por toda respuesta me encogí de hombros. El Doctor Meller, director del psiquiátrico, no me caía nada bien. A decir verdad, sus almibarados ademanes y su fingida solicitud me producían cierta repugnancia.
Ignorando mi poco receptiva actitud, continuó:
—Quería verlo, además de interesarme por su bienestar, porque quería comentarle algo que estoy seguro le agradará. No sé si es conocedor de la existencia de un piano en la sala de recreación. Normalmente, si no está presente algún cuidador, la mantenemos cerrada para evitar usos indebidos, pero quiero decirle que está a su entera disposición; no tiene más que pedírmelo.Le vendría muy bien volver a tocar, estoy convencido de que sería para usted la terapia más adecuada. Y ¿quién sabe? Para la fiesta de nuestro patrono incluso podría ofrecernos alguna pieza…
Lo hubiera querido fulminar allí mismo con el fuego que destellaban mis ojos y, con la voz alterada, exclamé:
—Pero, ¿es que no lo entiende? Ni puedo ni quiero volver a tocar, no volveré a tocar en mi vida… Si quiere hacer algo por mí, déjeme en paz…
Regresé a mi habitación. Estaba demasiado perturbado como para soportar los consejos del personal sanitario o el estúpido parloteo de otros pacientes.
Con torpes dedos conseguí sacar un cigarrillo de la cajetilla que tenía escondida en el cabecero. Todavía tembloroso, lo encendí e inhalé con fruición una larga bocanada. Ya un poco más tranquilo me tumbé en la cama, pero enseguida volvieron a mi mente, machaconamente, los terribles momentos por los que había pasado y que me habían traído hasta allí.
Ensayaba para el concierto que tenía quince días después: “Concierto para piano nº 1 Op.1” de Rachmáninov. Lo había interpretado en varias ocasiones, en destacados auditorios y con los más prestigiosos directores y orquestas. Podía tocarlo incluso sin partitura y sabía que haría vibrar a un público entregado.
Pero aquel día ¿qué le estaba pasando? Sus manos no le respondían. Empezó a notar cómo sus afilados y ágiles dedos se retorcían hasta convertirse en insensibles garfios incapaces de rozar el teclado y producir una nota. También sus pies se habían transformado en una masa informe y acartonada, con la que no podía presionar los pedales. Un dolor intenso le oprimía las sienes y un sudor frío le recorría todo el cuerpo. La angustia no le dejaba respirar. Se levantó. Se frotó las manos, aparentemente normales, una y otra vez, pero cuando se acercó de nuevo al piano los garfios seguían allí.
Decidió dejarlo hasta el día siguiente. Tal vez el agotamiento le estaba jugando una mala pasada.
Se acostó, pero las pesadillas lo acosaron toda la noche. Estaba en la sala de conciertos, sentado frente al piano, sin conseguir sacarle una sola nota.
El público se impacientaba, lo abucheaba, podía sentir sus rostros de cuervos amenazadores…
La escena se repitió durante los días sucesivos: imposibilitado para tocar y agotado por las pesadillas recurrentes. Al quinto día llamó a su representante:
—Mateo, no puedo dar el concierto de Berlín. Llevo días sin poder tocar.
Al principio Mateo reaccionó entre divertido e incrédulo:
—Ja, ja ¿No me digas que a estas alturas te ha entrado el pánico escénico? Bah, tendrás algo de estrés. Procura descansar estos días y tranquilízate. Tú nunca has tenido problemas con esa partitura. Será un éxito.
—Te estoy hablando en serio. Estoy muy mal. Quiero que canceles mi participación.
—Pero, ¿qué tonterías estás diciendo? —su tono ahora se había vuelto agresivo—. Sabes perfectamente que no se puede cancelar así como así. Los empresarios y patrocinadores se nos echarían encima y significaría el final de tu carrera…Vendrás a Berlín y darás ese concierto aunque tenga que sacarte a rastras.
Mi actuación en Berlín marcó ciertamente el final de mi carrera. Las localidades se habían agotado con meses de antelación. La audiencia se impacientaba por mi tardanza en salir al escenario, el director se volvía expectante hacia las bambalinas, los músicos se miraban entre ellos, sólo el piano permanecía impasible pero también amenazante…
Hice mi entrada literalmente empujado por Mateo, recorrí tambaleante la distancia que me separaba del taburete, abrumado por los focos y los tibios aplausos.
Intenté colocar mis manos sobre el teclado. No había manos. Sólo aquellos garfios retorcidos. Mi cabeza giraba vertiginosamente o ¿era todo lo demás lo que giraba a mi alrededor? Debí desmayarme en ese momento…
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