por Miguel Angel Marín
Cuando desperté, me hallaba en
una sala circular, blanca inmaculada, sin ventanas. Unos fluorescentes de luz lechosa
refulgían. ¿Dónde me encontraba? La sala no tenía ningún tipo de decoración. Se
veía vacía por completo. Parecía un enorme quirófano desnudo. Sentí que tenía
que salir de allí. No sabía la razón. La fuerte luz quemaba mis ojos.
Entornados éstos y ayudado por mis manos busqué una salida. Encontré una puerta
disimulada en la pared. Conseguí abrirla empujando hacia dentro. Daba a una
escalera de caracol que se hundía entre tinieblas. Me decidí a seguirla. Cada
peldaño que bajaba la oscuridad aumentaba. La escalera terminó en un espacio
amplio. Estaba todo en silencio, oscuro y húmedo. Quizá una gruta. Avancé
despacio. De pronto un sonido tenue. Como de aleteo. Noté que algo rozaba mi
rostro. No se veía nada. Una pequeña chispa de luz surgió de pronto. ¡Estaba
rodeado de murciélagos! Otra vez oscuridad. El corazón a mil. Durante el breve
destello de luz me había parecido ver al fondo de la gruta una salida. Hacia
allí me encaminé con precaución. Efectivamente en el lado opuesto se abría un
estrecho pasillo con el suelo de arena. Tanteando la pared fui avanzando por
él. Otra pequeña chispa de luz me permitió ver algo inesperado. Decenas de
cadáveres colgaban por los pies de un alto techo. Las sienes me golpeaban con
fuerza. Respiraba con dificultad. Avanzaba a cuatro patas con los brazos
extendidos. De pronto topé con una puerta de madera. La empujé. Daba a una sala
diferente donde se percibía una ligera corriente de aire. Esto tiene que
comunicar con el exterior, me dije. Otra pequeña chispa de luz me descubrió lo
peor. En una esquina se hallaba inmóvil un payaso aterrador. Una sonrisa blanca
pintada en la cara de manera burda enmarcaba la boca cruel de un hombre mayor,
surcado de arrugas. En las manos blandía un hacha. Me miraba con los fríos ojos
del verdugo. Tras la sorpresa inicial eché a correr en dirección contraria. Seguí
corriendo en la densa oscuridad hasta que choqué contra una pared. Caía al
suelo sin resuello, dolorido y aterrorizado. Agudizé el oído. Nada. Sin embargo
sentí un repentino movimiento de aire. Se acercaba en silencio. Venía a por mí.
Tenía que estar cerca. Miré con desesperación en todas direcciones. A la derecha,
a ras de suelo, me pareció vislumbrar una línea de luz. Sí. Tenía que ser una
puerta. Me permitiría salir al exterior. Podría escapar. Solo tenía que llegar
hasta allá. Avancé a grandes zancadas. Lo logré. Empujé con todas mis fuerzas aquella puerta.
Se abrió a una sala circular, blanca inmaculada, sin ventanas.
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