Ir al contenido principal

Adrián

por Miguel Angel Marín

Te fuiste el otoño de la invasión de grillos. Había hecho un calor inusual y sin lluvia, y los malditos grillos surgieron por todas las esquinas.

Tenías una mirada curiosa y una sonrisa cantarina. Aún eras muy chico. Hablabas todavía con esa medio lengua de trapo que nos hacía tanta gracia. Tenías una carita redonda, los ojos grandes, la nariz chiquita, los mofletes rosados hinchados, el cabello rebelde, como comido por las cabras, la tez muy blanca y la barbilla partida. Exudabas felicidad por todos tus poros. Entusiasmo. Vitalidad. Alegría. Era entrar tú en un cuarto e iluminarse todo: los pomos, las mesillas, las alfombras, los cuadros. El suelo y las paredes refulgían. Pasabas las horas muertas ensimismado en tus juegos infantiles, incomprensibles para nosotros, los adultos. Feliz en tu mundo imaginario. Y cuando te decíamos: “Hola Adrián”, levantabas la cabeza y nos lanzabas aquella mirada cristalina que nos desarmaba por dentro y caíamos desmayados de amor, rendidos a tus pies. Poseías unos ojos inocentes y puros rebosantes de bondad. No sé qué habrías sido de mayor, si astronauta o bombero, o policía, o médico, o ingeniero. Qué más da. No importa. Solo sé que habrías sido una buena persona. Seguro. No habrías podido ser otra cosa.

Entonces vinieron los días oscuros con sus noches amarillas. El olor dulzón de la enfermedad. Aquella respiración quejumbrosa, burbujeante. La frente helada y el cuerpo hirviendo. El dormir agitado. Tu luz se fue apagando poco a poco. Y mientras afuera cantaban los grillos, se hizo el silencio adentro.

Pero no. Basta. No quiero recordarte en aquellos días. No es justo. No te lo mereces. Tú ya no eras tú. Fue una suerte disfrutarte el poco tiempo que nos dispensó la vida. Te recordaré siempre en tu ser. Tu felicidad, tu alegría. Tus ojos curiosos y aquella sonrisa cantarina.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El collar desaparecido

por Miguel Angel Marín Cuando María abrió la puerta de la mansión aquella noche, desconocía que iba a llevarse el susto de su vida. Enmarcado por la luz de un relámpago, apareció la figura de un hombre altísimo de tez muy blanca y ojos claro, casi transparentes. Mostrándole una placa y con voz de ultratumba, el albino dijo: —      Inspector Negromonte. María lo hizo pasar al salón principal donde ya lo esperaba un nutrido grupo de personas. D. Adolfo, marqués de Enseña, señor de la casa, estaba algo molesto por la reunión a tan intempestivas horas. También estaban Dª. Clara, su mujer, de mediana edad, algo gruesa y con cara de pizpireta; Lucas, el mayordomo, un hombre delgado y de rictus estricto; Esteban, el mozo, jardinero y chófer, un hombre joven y fuerte que no parecía tener muchas luces; D. Augusto, administrador del marqués, un hombrecillo mayor que se veía muy nervioso; El padre Santiago, asesor espiritual del marqués y amigo de la familia; Mar...

Intruso

  PARA VOLVER A METERSE EN EL ATAÚD  tendría que encogerse bastante, darse prisa y apartar un poco el cuerpo que reposaba inerte sobre la dura superficie de madera. Se oían voces fuera, que callaron al escuchar el cierre de la tapa. -¿Quién anda ahí? Escuchó la voz amortiguada del viejo sacerdote que recorría el pasillo central de la capilla. Podía imaginarle, sorprendido por la oscuridad, porque hasta la pequeña lamparilla del sagrario estaba apagada. Desde dentro del féretro ella escuchaba muy fuerte su propia respiración, aunque cada vez más tenue. Nunca supo que el sepulturero había comentado después en el bar: – Con lo flaco que estaba y cómo pesaba el cabrón… ¿A quién se habrá llevado a la tumba?

El naufragio

  Por Eva Fernández La primera vez que lo vio sin gafas sus ojos solo le parecieron preciosos.  Hoy, que lo ha mirado  mejor ha visto que  ¡Sus ojos son dos islas!- Rodean sus pupilas dunas de arena, bañadas por el mar, con olas que rompen en la orilla cuando pestañea.  Por eso no puede dormir hasta que la marea lo mece y lo aquieta. Si se pone nervioso no  concilia el sueño, se desvela del todo, y esconde las islas tras la bruma de los cristales,  hasta que deja de escucharse el sonido del mar. A veces, cuando pasa eso, ella tampoco duerme.  El otro día pensó que, tal vez, si lo acunaba, o si lo abrazaba, se dormirían por fin y de tanto pensar en abrazarlo, le creció un brazo en la cadera; pero un brazo corto, que no servía para mucho, era muy incómodo para dormir de lado, y en realidad le sobraba, solo servía para sostener el café por la mañana o para llamar al ascensor. Ya solo podía llevar vestidos o faldas con bo...