por Miguel Angel Marín
Marc paseaba aburrido, las manos
en los bolsillos del pantalón corto, por el centro comercial. Los mismos
escaparates de siempre, gente que viene y va. Entró en una tienda de lencería.
Sostenes, bragas…bah, ya no le hacían tanta gracia.
Y entonces lo vio. Era un niño menor
que él, de unos cinco años. Rubito, blandito, con cara de bueno. Lo tenía visto
del cole. Le ponía enfermo. Iba con su madre. Esperó. Cuando su madre se metió
al probador y lo dejó solo, se le acercó.
–
Hola – le dijo.
–
Hola – le contestó el pequeño Bob con aquellos
ojos azules, casi transparentes.
–
¿Vas a San Michael, verdad? Yo también.
–
Sí. Te he visto por el recreo.
–
Mira lo que tengo – y le enseño unas chapas de
refrescos y de cervezas que llevaba.
–
Qué chulas. ¿De dónde las has sacado?
–
Conozco un sitio en el hay un montón, ¿quieres
que te lo enseñe?
–
Es que…estoy con mi madre.
–
Está aquí al lado. Vamos, coges unas pocas y
vuelves antes de que tu madre salga del probador. Ni se enterará.
–
Vale.
Lo cogió de la mano y a buen paso salieron de la tienda y
del centro comercial. A la derecha había un solar abandonado. Antiguamente
había sido un parque y en él había habido un quiosco-bar. El suelo estaba
plagado de chapas de colores. A Bob se le iluminaron los ojos con aquel tesoro.
–
Coge las que quieras – le dijo sonriendo.
Cuando Bob se agachó para cogerlas, Marc agarró una piedra
de buen tamaño y sin mediar palabra le dio un terrible golpe en la base del
cráneo arrancándole un mechón de pelo y cuero cabelludo. Bob cayó largo al suelo,
desmayado y sangrando abundantemente por la herida. Una vez tendido siguió
golpeándole con fuerza en la cabeza hasta que se la aplastó y vio los sesos
saliendo. Echó una ojeada alrededor. Nadie se había percatado de nada.
Se alejó silbando una canción infantil. Al final el
santurrón le había alegrado el día.
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