Rebelión silenciosa
Zaragoza, veinte de junio de 2027
Una vez más la Historia se repetía. La vieja
Europa, devastada por las pandemias, el cambio climático, la crisis económica y
la falta de consensos, se había convertido en un continente opaco, inhóspito y sumido
en la más absoluta desolación. Los ideales europeístas, que habían prevalecido
a finales del siglo veinte y principios del veintiuno, se fueron diluyendo,
arrasados por los nacionalismos, racismos, populismos, y todos los demás -ismos contrarios a cualquier idea de unidad,
igualdad o solidaridad. Así las cosas, no resultó sorprendente que cayéramos
bajo el dominio de una oligarquía, autodenominada Comité de Salvación y
secundada por unas huestes de oportunistas, corruptos y retrógrados. Impusieron
por decreto unas leyes despóticas y represivas cuyo cumplimiento era férreamente
controlado por un ejército de mercenarios sin escrúpulos. Todas esas leyes
injustas atentaban, de una u otra forma, contra la libertad de los ciudadanos,
que se veían obligados a acatarlas sumisamente. Pero había una, en particular,
que había provocado una rebelión silenciosa pero efectiva. Había ocurrido otras
veces a lo largo de la Historia, demasiadas.
Ahora no se trataba sólo de una censura arbitraria ejercida sobre
determinadas expresiones culturales. Se trataba de eliminar la cultura en todas
sus formas y manifestaciones. Se clausuraron teatros, auditorios y salas de
cine, se desalojaron museos, galerías y
bibliotecas, convirtiéndolos en cuarteles o almacenes, y se prohibió cualquier
publicación impresa o audiovisual que no
fueran estrictamente manuales o guías especializadas. Ni literatura de ficción,
ni poesía, ni ensayo…nada que pudiera expresar pensamiento, opinión o
sentimiento. Un cerrojazo a la creatividad y al divertimento. Un erial.
Son las cinco menos veinte de la tarde. Elsa se dispone a
recoger y a hacer caja para cerrar la tienda e irse a su casa. Cuando está a
punto de bajar la persiana, llega Julián acalorado.
- “Espera un momento,
Elsa, por favor, no cierres”
- “¿Cómo
vienes tan tarde? Sabes que los comercios deben estar cerrados a las cinco en
punto. De lo contrario puede pasar la ronda de vigilancia y me busco una buena…”
- “Lo siento. No te lo
pediría si no fuera fuerza mayor. Necesito con urgencia un ejemplar de “Poeta
en Nueva York”. A mí ya no me queda ninguno. Esta misma noche viaja a Burdeos
un amigo de confianza. Allí se lo entregará a François, ya sabes quién es, que a
cambio me ha prometido tres ejemplares de “El principito”. Uno será para ti.
Elsa, te lo ruego…”
- “Está bien, entra, a
ti no puedo negártelo. Bajaremos la persiana desde dentro con el candado
enganchado para que dé la impresión de que está cerrado y luego saltaremos a la
calle por la ventana del altillo. Pero, debemos darnos prisa. Ya sabes que a
las seis comienza el toque de queda. Y el intercambio, ¿no es muy arriesgado?”
- “No, está todo
controlado. Ya lo han hecho en otras ocasiones. En cualquier caso no lo es más
que lo que hacemos nosotros”.
Julián es muy amigo del padre de Elsa. Los dos, por
distintas circunstancias, apasionados de los libros. Sus abuelos habían sido
libreros. Regentaban una librería de barrio, pero muy acreditada. Se
preocupaban por estar al día de las últimas novedades, de organizar coloquios y
presentaciones de autores tanto noveles como consagrados y, sobre todo, se
preciaban de conocer los gustos e intereses de sus clientes y tratar de
complacerlos.
Su padre se crió en ese ambiente y allí nació y creció su
pasión por los libros que contagió a su madre desde que iban juntos al
Instituto.
Con el tiempo, serían ellos los que se hicieran cargo de la
librería, con el mismo o incluso mayor entusiasmo que sus abuelos. Allí conocieron a Julián, primero como cliente
asiduo. Pronto los uniría una inquebrantable amistad. Julián era una persona
polifacética. Profesor, escritor y prestigioso traductor de varios idiomas, poseía
una biblioteca envidiable que no dejaba de incrementar con nuevas
adquisiciones. Había cultivado también muchas aficiones, entre ellas la de
encuadernador y restaurador de libros antiguos. Gracias a su habilidad e
ingenio, camuflaban los libros que
habían logrado salvar de la quema en la librería y en su biblioteca o que
conseguían de otras procedencias. Con exquisita paciencia y dedicación extraía
las tapas de los manuales que ya no estaban
a la venta y las adecuaba al libro que quería enmascarar. Así un
“Hamlet” de Shakespeare podía esconderse bajo el título de “Manual de
agricultura productiva” o “El Quijote” aparecer como una “Guía del operario
eficiente”. Con esos libros y el apoyo de otros, tan desesperados y ávidos como
ellos por mantener aunque solo fuera esa pequeña parcela del conocimiento,
lograron crear una red clandestina de intercambios y préstamos que poco a poco
se iba extendiendo.
El padre de Elsa, en cambio, no había logrado sobreponerse a
la violenta irrupción de “los mandarines”, como solían llamar a los dictadores parafraseando
con cierto humor negro la famosa novela de Simone de Beauvoir. Aquejado de una dolorosa
enfermedad y una ceguera progresiva, la inesperada muerte de su mujer lo sumió
en una profunda depresión que solo conseguía reprimir cuando su hija le leía
algún pasaje de sus libros preferidos.
_ Papá, ya estoy aquí,
¿cómo te encuentras?, perdona el retraso.
_ Hola hija. ¿Ha
pasado algo? Me tenías preocupado.
_ Nada grave. Luego te
cuento. Voy a preparar la cena.
_ No tengo apetito.
Prefiero que me leas un ratito…
30 de septiembre de 2020
Me encanta!
ResponderEliminarGracias Eva.
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