por Miguel Angel Marín
A última hora de la tarde, en un
tugurio de barrio, espeso, de olor agrio y pobremente iluminado, se encuentran
tres personas. Cosme, con su chaquetón militar raído y su gorra mugrienta, que
no se quita nunca, está comiendo cacahuetes y tomando coñac. Antonio, el dueño
del bar, un hombre grande ya mayor, que parece cansado, seca un vaso con un
trapo viejo. Hay también un hombre canoso sentado al fondo de la barra bebiendo
en silencio, perdido en sus pensamientos.
— Antonio,
ponme otra.
— Llevas
muchas y no quiero líos. ¿Ya tienes con qué pagarlas? Ya sabes que yo no fío.
Como toda respuesta, le enseña un billete de 20. El último
dinero que le queda. Antonio, resoplando, le sirve otra copa del brandy barato
que toma.
— Y,
¿por qué bebes hoy, Cosme? — le pregunta mientras se la llena.
— Psa…Ese
es el problema, ¿sabes? La bebida es un fin en sí misma. Bebo cuando estoy
contento, para celebrar. Cuando estoy triste y quiero olvidar, bebo. Y cuando
no pasa nada y me aburro, bebo a ver si la cosa se anima y algo pasa. La vida
está en la botella.
— ¡Vaya
con el filósofo! — comenta con retintín el barman.
— No.
En serio. La bebida me lo ha quitado todo: trabajo, familia, amigos…Ya sabes cómo
me pongo cuando me paso… Pero a la vez es lo único que me queda. Y cuando llego
al punto x, ese que busco, me olvido de todo, del dolor, de los recuerdos, de
esta angustia vital. La vida es una mentira, una lotería que nunca me toca a mí…
— ¿Vas
a seguir ayudando al verdulero? — le interrumpe.
— No
sé si querrá, después de la última que le monté…Que le den. Aunque en el fondo
es buena gente. Sí. Lo intentaré. Y si no, pues bueno, ya me apañaré. Y tú qué,
¿cuándo te jubilas?
— Cualquier
día cierro el garito y me vuelvo al pueblo. Que ya estoy harto de todo. Que no
sé cuándo este barrio se fue a la mierda. Que solo saco para cubrir gastos. Y
total, para mí solo, con poca cosa me basta.
Cosme arrastra la mirada y se fija en el tipo sentado al
final de la barra que está mirando al vacío. Le hace una seña a Antonio para
que se acerque.
— Oye,
¿y ese quién es?— le pregunta bajando la voz.
— No
sé. No lo había visto antes por aquí. Pero está tomando güisqui y ha pagado por
adelantado. Me ha dado un billete de 50 y me ha dicho que le vaya rellenando,
así que a mí…
— Pues
la ropa que lleva es buena. Sucia, pero buena. De esa no te dan en los
albergues eh, te lo digo yo.
El hombre del fondo, de pronto, saca una navaja de afeitar
y sin mediar palabra, se rebana el cuello. Cae al suelo mientras sangra a
borbotones.
Antonio y Cosme lo ven todo, perplejos, pero sin mover un
músculo.
— Maldita
sea, otra vez a llamar a la policía. Y mira cómo me lo ha puesto todo.
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