El diccionario
Nos habíamos
conocido en Valencia unos dos años antes de la guerra civil. María era la
responsable de la organización de las bibliotecas populares y yo colaboraba con
las Misiones Pedagógicas de la República. Aunque era nueve años más joven que ella, enseguida
surgió entre nosotras una corriente de
mutua simpatía que pronto se convirtió en verdadera amistad, favorecida por el
hecho de que las dos eramos mujeres casadas, universitarias y trabajadoras,
algo no muy habitual en aquella época.
Yo había
ingresado en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos
y en el treinta y seis estaba trabajando en la Biblioteca del Ministerio de
Obras Públicas, que no era precisamente un lugar que me entusiasmara. Un día
recibí la llamada salvadora de María:
—Consuelo, se acabaron tus pesares. El rector
de la universidad me ha encargado la dirección de la Biblioteca universitaria y
quiero que te vengas a trabajar conmigo.—
Fue una
verdadera delicia colaborar con ella. María era menudita, aparentemente poca
cosa, pero su rostro sereno, enmarcado por dos largas trenzas que recogía con
un moño en la nuca, transmitía mucho encanto y placidez. Solía llevar vestidos ligeros con estampados
de florecitas y, en invierno, blusas también floreadas que cubría con rebecas
de colores claros. Era muy práctica y ordenada, con una gran capacidad de
trabajo y organización, que sabía contagiar a los demás, y tenía una fe
inquebrantable en la cultura como medio para regenerar la sociedad y para
alcanzar la libertad. Le gustaba pasear. Decía que le ayudaba a ordenar sus
ideas y reflexionar sobre las palabras, su gran pasión.
Hacía honor
a su origen aragonés por su tenacidad, que ella humildemente calificaba de
tozudez. La llamábamos cariñosamente “la
maña”.
Lamentablemente
nuestra relación laboral en la Biblioteca de la Universidad duró poco tiempo.
María tuvo que abandonar su puesto para pasar a dirigir la Oficina de
Adquisición y Cambio Internacional de Publicaciones y trabajar en otras muchas
actividades. Yo continué allí como bibliotecaria pero, al terminar la guerra,
mi marido y yo, que nos habíamos significado bastante como militantes de
U.G.T., decidimos exiliarnos al igual
que lo hicieron algunos de nuestros amigos. Pasamos a Francia y desde allí
conseguimos llegar a Inglaterra. Gracias a María, que tanto me había insistido
en la conveniencia de estudiar inglés, conseguí un puesto de bibliotecaria en
la Biblioteca John Rylands de Manchester. Durante muchos años perdí totalmente
el contacto con María, hasta que un buen día un amigo común de nuestros tiempos
en Valencia, me facilitó su dirección en Madrid. Me apresuré a escribirle una carta y esperé
ansiosa su respuesta, aunque me angustiaba el temor de que me hubiera olvidado
y no se molestara en contestarme. Sin embargo, pocos días después, encontré
sobre mi mesa en la biblioteca un sobre a mi nombre con su primorosa e
inconfundible caligrafía. Lo rasgué con impaciencia:
Madrid
a 25 de mayo de 1955
Mi querida y recordada Consuelo:
No puedes imaginarte la alegría que he sentido
al recibir tu carta y tener, por fin, noticias tuyas. ¡Cuánto tiempo y cuántas
veces te he echado de menos y me he preguntado qué harías, dónde estarías…!
Vuestra precipitada salida de España
no nos permitió despedirnos y nada he sabido hasta ahora de vuestro paradero .
Mi alegría es todavía mayor al saber que lograsteis encontrar un destino
acogedor que os satisface. Aquí pasamos unos años muy duros. Fernando y yo
fuimos represaliados. Regresé al Archivo de Hacienda en Valencia, bajando
dieciocho niveles en el escalafón. Poco a poco, fuimos rehaciendo nuestras
vidas. En el 46 nos instalamos en Madrid
y me incorporé como directora a la biblioteca de la E.T. Superior de Ingenieros
Industriales. No es un trabajo que me resulte
muy gratificante: el presupuesto es escaso, los libros pocos y menos los
estudiantes interesados en ellos; en cambio, son frecuentes mis enfrentamientos
con la dirección de la Escuela. Ya conoces mis afanes por que los libros estén
físicamente asequibles para los usuarios y no encerrados en los armarios.
Fernando recuperó su cátedra de
Física y está en la universidad de Salamanca. Esto nos obliga a estar separados
durante la semana. Los hijos ya son mayores y yo me sentía algo vacía y falta
de alicientes. Sin embargo, hace unos tres años, un hecho aparentemente
trivial, le dio un nuevo sentido a mi vida. Mi hijo Fernando me trajo de París
un diccionario de inglés (el Learner’s
Dictionary of Current English). Manejando ese libro me surgió la
idea de escribir un diccionario de uso
del español. Encontraba deficiencias en el Diccionario de la RAE y ya
andaba yo haciendo anotaciones sobre bastantes vocablos.
La idea fue tomando cuerpo en mi
cabeza hasta convertirse en un proyecto
que ha vuelto a ilusionarme y a renovar mis energías. Así que cogí mi vieja
Olivetti y un cajón lleno de fichas y me puse a la tarea. Yo quería hacer un
diccionario que no sólo contenga el significado de las palabras sino que explique
cómo se usan. Mi pasión por las palabras, que tú, Consuelo, bien conociste, no
ha menguado un ápice. Al contrario, ha ido en aumento y lo que, en un
principio, pensaba que me ocuparía un par de años como mucho, se ha convertido ahora
en la principal ocupación de mi vida.
¡Cómo me gustaría tenerte aquí y
poder compartir contigo mis anhelos y desvelos!
Al menos voy a darte una primicia. Dámaso Alonso se ha interesado por mi
trabajo y está intentando que la editorial Gredos lo publique. Prometo tenerte al
corriente de mis progresos y espero que algún día podamos volver a vernos.
Mientras tanto te envío todo mi cariño y mis mejores deseos.
María Moliner
Me encanta.
ResponderEliminar