Por Eva Fernández
Abro el voluminoso paquete y me
encuentro el lienzo con una mujer de espaldas a una ventana, con el vestido
medio desabrochado y su reflejo en el suelo, que parece mojado…
Cae al suelo una tarjeta. Solo pone: Nunca olvidaré este verano.
Tiene pegada una llave, la de la
casa de Juan…
No puedo evitar recordar aquel
día, me pilló la tormenta desprevenida, cruzando el parque. No había donde resguardarse así que con las
sandalias de tacón en la mano y descalza empecé a correr. Llegué a casa hecha una
sopa, con los pies embarrados, el ligero vestido chorreando y el pelo pegado a
la cara.
Rebuscaba las llaves en el
laberinto de mi bolso cuando una voz conocida a mi espalda me sobresaltó:
-
No te preocupes, ya abro yo.
Era Juan, mi vecino de arriba. Me
aparté que abriera y me dejó pasar. Se
adelantó para abrir también el ascensor, y le dejé pasar yo.
Estaba tan empapada que cuando me
di cuenta se había formado un charquito de agua en el suelo. Descubrí en el espejo que el vestido se
transparentaba, pegado a la piel, y
dejaba traslucir mi ropa interior.
- Seguro que me está mirando el
culo.-No pude evitar pensar. Menos mal que ya llegábamos al
tercero.
Quince minutos después, sonaba el
timbre. Salí corriendo de la ducha y me envolví en una toalla. Miré por la
mirilla y vi que era él, otra vez.
-
Perdona que te moleste, se te ha caído la
cartera. Estaba en el ascensor. – Me la
ofreció, casi sin mirarme.
-
¡Vaya!, al final voy a tener que devolverte el
favor.- Le dije.
-
Para eso estamos los vecinos.- Me sonrió
enigmático.
Realmente había sido muy
amable.
Casi no sabía nada de él, cuarenta
y tantos, el pelo un poco largo, barba de una semana y sonrisa más bien
tímida. Siempre era amable, pero
bastante solitario.
Al día siguiente subí a su casa
con un trozo de tarta de chocolate.
Me abrió la puerta con un mono
blanco de trabajo, el pelo recogido en una coleta y una brocha en la mano.
-
Hola. –Saludó.
-
Hola. – Contesté. – Quería agradecerte lo de ayer. Te he traído esto.
-
Muchas gracias, -contestó. - ¿Quieres
pasar? Tengo todo un poco revuelto,
estaba trabajando…
No pude
evitarlo, me pudo la curiosidad.
-
¿Trabajas en casa?, ¿eres…pintor?
-
Si, de brocha gorda sobre todo, pero también
vendo algún cuadro. Pasa, mira.
Su casa y la mía eran idénticas, salvo mi salón abarrotado y el suyo casi vacío, solo vestido con un lienzo bastante grande manchado de
verde, como mi vestido del día anterior, un diván, y un maniquí de tamaño real…
Le miré
levantando las cejas…
-
Verás-empezó a decir-, hacía meses que no
pintaba nada, pero desde que te vi ayer, no he parado. ¿Me prestarías tu vestido?
-
Claro. – Asentí, dubitativa. - Pero no me lo
estropees. Me gusta mucho.
-
Descuida… Solo lo mojaré… Con agua.- Sonrió
enigmático.- Fría.- Añadió.
Noté un escalofrío, como se me
dilataban las pupilas y se me encogía el vientre.
Así hemos estado seis meses, entre
mi casa y la suya, conmigo en su salón, posando para él, descalza, con nada más
que el vestido verde empapado sobre mi cuerpo, arrugado convenientemente antes
de empezar a pintarlo. A veces casi
notaba como me acariciaba la brocha, cuando plasmaba mi silueta sobre el lienzo. Si acepto la puerta abierta a la que me
invita su llave, lo llevo conmigo, no voy a colgarlo...
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